José de Segovia La curiosidad de Alicia
No parece que los cristianos se tengan que esforzar en creer lo imposible. ¿Son más ingenuos que otros? No hay duda que algunos lo son, pero la credulidad no es lo mismo que la fe.
| José de Segovia José de Segovia
“No hay libro que merezca la pena leer a los diez años –dice C. S. Lewis–, que no sea digno de leer a los cincuenta y te resulta incluso mejor que entonces, como ocurre a menudo”. No sé si es porque, como Gil de Biedma creía, a partir de los doce años, no nos sucede nada importante, o por lo menos nada tan importante como nos ha ocurrido hasta entonces, pero los cuentos infantiles nos enfrentan a las cuestiones últimas de nuestra existencia.
En mi caso, la fascinación por las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo y lo que Alicia encontró allí viene de mi adolescencia. Siempre he tenido una insana curiosidad, que intelectualmente me llevó al periodismo y a un estilo de vida por el que no puedo evitar intentar descubrir lo que hay detrás de la puerta y el espejo. Me resisto a quedarme fuera y contemplar solo mi reflejo. Necesito saber qué hay detrás de todo.
He vuelto estos días al Londres de mi infancia, donde disfruto de la “vieja normalidad” de una Inglaterra ya casi sin mascarillas. Me invitaron a predicar en la iglesia que fundó Francis Schaeffer en 1969, en el barrio en el que comenzaron los Stones, Ealing, donde crecieron los Who y estudiaron en la academia de arte, David Bowie y Freddie Mercury, se hicieron aquellas maravillosas comedias y vivía el Dr. Lloyd-Jones. Estando aquí, no podía dejar de intentar visitar la exposición que hay sobre la curiosidad de Alicia en el Museo de Victoria y Alberto.
Creo que las historias que más me cautivan en la literatura o en el cine, tienen siempre un elemento onírico, que hace que uno no pueda distinguir fácilmente entre el sueño y la realidad. El mundo de Alicia tiene una fuerza hipnotizante, porque acude a resortes secretos del lector, que reconoce inmediatamente una situación, más por su instinto que por su inteligencia. Sus escenarios, más que lugares, son situaciones emotivas, que provocan el extraño sentimiento de reencontrar algo que uno ha vivido.
La historia de un pastor
El pastor y profesor de matemáticas del Trinity College de Oxford, Charles Lutwidge Dogdson, acompañó una tarde de verano de 1862 a su colega, el reverendo Duckworth, a una excursión en barca por el Támesis. Llevaban a las tres hijas del deán de la iglesia de Christ Church, Lorina, Alicia y Edith Liddell. Las niñas, aburridas, quisieron oír uno de los estrafalarios cuentos que solía narrar el reverendo Dogdson. Ese día decidió que lo protagonizara Alicia, que acababa de cumplir diez años.
Ante su asombroso argumento, el pastor Duckworth le preguntó si estaba improvisando. Dogdson le dijo que sí, pero que lo estaba “inventando paso a paso, más por tener que decir algo, que por tener algo que contar”. La historia original se llamaba Las aventuras de Alicia bajo tierra. La niña le pidió al pastor que lo pusiera por escrito y las navidades siguientes, se lo regaló copiado de su puño y letra, acompañado de unos encantadores dibujos. Tres años más tarde lo publicó, bajo el nombre de Lewis Carroll.
Hace 157 años nadie podía imaginar que este cuento infantil iba a tener tanto éxito. En cierta forma el libro abandona a su autor y se hace independiente de sus motivaciones. Poco importa en ese sentido, los sentimientos que tuviera por aquella niña. La obra ha seguido su propio curso. El texto revisado que publicó MacMillan en 1865 –omitiendo algunas referencias personales y añadiendo otras narraciones adicionales–, junto a las ilustraciones de John Tenniel, se tituló Alicia en el País de las Maravillas. Le sucedió otro, editado en 1871, Alicia a través del espejo.
Una merienda de locos
Decía Cabrera Infante que “ese modesto clergyman inventó casi él solo toda la literatura de nuestro siglo”. Antes de que Kafka escribiera una sola línea, ya había gritado la reina de Alicia: “¡No, no! ¡Primero la sentencia… el veredicto después!”. Se ha señalado repetidas veces el parecido entre la obra de Carroll y la de El Castillo, o El Proceso, pero mientras que el mundo del escritor judío de Praga resulta opresivo y deprimente, el de Alicia es tremendamente revolucionario.
En el mundo de Carroll, lo absurdo se une a lo trágico, como en la vida misma, pero los libros de Alicia, más que enseñar, se burlan de los rituales mismos de la enseñanza –como observa Alberto Manguel–. Cuando es examinada por las Reinas Blanca y Roja (“¿cómo se dice turulululú en francés?”), ella contesta con su nosense (“Turulululú no es una palabra española”), para exasperación de la Reina Roja (“¿Quién dijo que lo era?”). Denuncia así, la injusticia de la condena del Mensajero del Rey, como la codicia y el despotismo de la Reina (“habrá mermelada ayer y mermelada mañana, pero nunca mermelada hoy”).
Alicia se enfrenta a la aparente insensatez de este mundo (”no puedes evitar andar entre locos”, le dice el Gato de Cheshire, ya que “todos estamos locos aquí”). Como dice su traductor, Jaime de Ojeda, “el mundo del alma es complejo e imprevisible, y la vida nos obliga a atravesar circunstancias no menos complejas e ingobernables”. Es así como “cada uno procura encontrar su propio camino en esa dicotomía laberíntica del propio ser y de la vida”. Pasamos así, del asombro y el miedo de la infancia, a la indignación ante la idiotez y la hipocresía de la adolescencia, que pone luego en evidencia, como adultos, nuestras infamias y fracasos.
Algo en qué creer
- “Empecemos por considerar tu edad… ¿cuántos años tienes?
- Tengo siete años y medio, exactamente.
- No es necesario que digas “exactamente” –observó la Reina: te creo sin que conste en acta. Y ahora te diré a ti algo en qué creer: acabo de cumplir ciento un años, cinco meses y un día.
- ¡Eso sí que no lo puedo creer! –exclamó Alicia.
- ¿Qué no lo puedes creer? –repitió la Reina con mucha pena; –prueba otra vez: respira hondo y cierra los ojos.
Alicia rió de buena gana: - No vale la pena intentarlo –dijo. - Nadie puede creer cosas que son imposibles.
- Me parece evidente que no tienes mucha práctica –replicó la Reina. - Cuando yo tenía tu edad, siempre solía hacerlo durante media hora cada día. ¡Cómo que a veces llegué hasta creer en seis cosas imposibles antes del desayuno!”
¿Por qué algunas personas pueden creer cosas que a otros les parecen increíbles? En el mundo al revés de la Reina Blanca, la fe es sólo cuestión de esfuerzo. Pero al otro lado del espejo, nosotros, como Alicia, no lo vemos tan sencillo. No es lo mismo la fe que lo que nos gustaría creer. No ver la diferencia es confundir la realidad con la fantasía.
Podemos mantener la respiración y cerrar los ojos, pero eso no es fe. Es hacernos creer algo. Y por definición, algo que tienes que esforzarte en creer, no puede ser verdad, porque la realidad se impone a sí misma. Los cristianos creen cosas extraordinarias: ¡Dios hecho hombre, andando sobre la tierra! Sin embargo, no parece que se tengan que esforzar en creer lo imposible. ¿Son más ingenuos que otros? No hay duda que algunos lo son, pero la credulidad no es lo mismo que la fe.
El enigma de la fe
¿En qué consiste el enigma de la fe? ¿Por qué algunos la tienen y otros no? ¿Qué no pueden creer los no creyentes? ¿Por qué nosotros sí? La fe se basa en la revelación de una verdad en la que podemos confiar. La cuestión, como solía decir Grau, no es si creemos en Dios o no, sino en qué Dios creemos...
- “Cuando yo uso una palabra –insistió Tentetieso (Zanco Panco en algunas versiones) con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.
- La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
- La cuestión –zanjó Tentetieso– es saber quién es el que manda…, eso es todo.”
Si la salvación dependiera de nuestra capacidad para creer, los que tienen más imaginación, tendrían ventaja. Es Dios quien nos da seguridad. No es cuestión de esforzarse. Si no, algunos seguiríamos pensando como Alicia: “Simplemente, no puedo creer cosas imposibles”.
La fe no es cuestión de superación, sino de gracia divina: “Ninguno puede venir al Padre, si el Padre que me envió no le trajere” (Juan 6:44). Es su Voz, la que nos llama. Y esa viene con la autoridad de Él mismo.
Ese llamamiento eficaz del que habla la teología es por el que Dios concede la fe a hombre y mujeres, no con la crueldad del violador, sino con la atracción del amante. Lo hace iluminando su Palabra, al abrir nuestro entendimiento y tocar nuestro corazón, liberando nuestra voluntad. Abrazamos así, por la fe, a Aquel cuya Palabra es Verdad. Aunque parezca demasiado buena, para ser cierta…