José de Segovia Las desconocidas ‘Leyes de la frontera’
Ningún suceso puede ser trágico en última instancia, porque gracias a la bondad inmerecida de Dios cada experiencia de la vida ayuda para su bien final.
| José de Segovia José de Segovia
“Estamos tan acostumbrados a disfrazarnos ante los demás, que al final nos disfrazamos ante nosotros mismos”. Con esta cita en francés de François de la Rochefoucauld, se abre la novela de Javier Cercas, Las leyes de la frontera, ahora llevada al cine por Daniel Monzón. Su lectura me impresionó profundamente. Hay libros que son “como un espejo, no es uno el que los lee a ellos, son ellos los que lo leen a uno” (p. 381).
Cuando leí los primeros comentarios en la prensa, no me llamó demasiado la atención. Las novelas de Cercas siempre me han atraído –no tanto sus artículos, que, como los de Javier Marías, se pierden a menudo en la vorágine política del momento–, pero su nuevo libro parecía otro acercamiento periodístico a la Transición a la democracia en España (1975-1982), que me recordaba demasiado a su libro anterior sobre el intento de Golpe de Estado en 1981 –Anatomía de un instante–. Me equivoqué.
Las leyes de la frontera es probablemente una de las obras más personales que ha hecho Javier Cercas. Cuando saqué el libro de la biblioteca –para darle una oportunidad, que es lo que hay que hacer cuando los prejuicios nos superan–, me sentí atrapado desde la primera página. El regreso a esta España de finales de los años setenta, me trajo los recuerdos no solo de mi generación –Cercas nació en 1962, yo en 1964–, sino los miedos de una edad, cuando las fronteras están más diluidas que nunca.
Este es un libro sobre la confusión de la adolescencia, cuando uno se intenta alejar de la familia y escapar de la rutina. Nos trae la memoria del primer amor y el despertar del sexo, pero sobre todo la tragedia de la pérdida de una inocencia que nunca recobraremos. Hace un relato alternativo a la historia oficial de la Transición, “que ha olvidado la cruz para fijarse solo en la cara limpia y mitificada” (Luis de León Barga). Nos enfrenta al lado oscuro de sus incertidumbres y las falsas verdades.
El lado oscuro de la Transición
Aunque Cercas es extremeño –nació en Ibahernando, en Cáceres–, ha vivido en Girona desde que tenía quince años –como el protagonista de su novela–. Hacía tres años que Franco había muerto, pero el país continuaba gobernándose por sus leyes y olía igual de mal. En muchas ciudades españolas había entonces un “barrio chino”, no porque vivieran allí inmigrantes orientales, sino que se amontonaba una población marginal, que se veía como un centro de delincuencia y prostitución.
En una parte elegante de la actual Girona –hoy llena de restaurantes de moda y tiendas chic–, hubo una zona “húmeda, solitaria y cochambrosa”, en medio de esa ciudad de posguerra, que Cercas recuerda como “un poblachón oscuro y clerical, acosado por el campo y cubierto de niebla en invierno”. En aquella época, la ciudad estaba rodeada por un cinturón de barrios donde vivían los charnegos, como se llamaba entonces a los inmigrantes llegados del resto de España a Cataluña, “gente que en general no tenía donde caerse muerta y que había venido aquí a buscarse la vida”.
Allí vivió una temporada el delincuente juvenil Juan Moreno Cuenca (1961-2003) –conocido como ‘El Vaquilla’–. En la cárcel tuvo un abogado que conocía Cercas y ha escrito ahora un libro. Cercas lo leyó mientras visitó una exposición –que hubo en Barcelona y Madrid–, sobre los Quinquis de los 80. Para el gitano, el quinqui es una mezcla entre gitano y payo, pero en general era sinónimo de delincuente. La expresión se populariza a partir de ‘El Lute’, que era literalmente quincallero –calderero, o sea que vendía cosas de metal barato–, antes de dedicarse a la apropiación de lo ajeno.
¿Cómo es que no soy uno de ellos?
“Por primera vez en mi vida –dice Cercas– encontré en un museo una exposición que hablaba de mí mismo, de mi propia experiencia”. Allí había máquinas del millón (lo que en otros países se llama flippers, ahora pinballs, que fueron muy populares en los años setenta), carteles de películas (al cine quinqui se dedicaron por completo directores como José Antonio de la Loma o Eloy de la Iglesia, pero también hicieron incursiones autores tan prestigiosos como Carlos Saura con Deprisa, deprisa) o carátulas de discos de Los Chichos o Los Chunguitos (que salían hasta en La edad de oro, el programa de la movida madrileña).
Al final de la exposición había una sala con grandes retratos en blanco y negro de muchachos de la época. Todos estaban muertos. Y el escritor se preguntó: “¿Cómo es que yo no soy uno de ellos?”. Ese es el origen de su novela, cuyo protagonista no es un quinqui, sino un adolescente de clase media como Cercas. Ignacio Cañas conoce al Zarco –trasunto del Vaquilla–, en el verano de 1978 –cuando tenía 16 años, como el autor del libro–, que inmediatamente le llama el ‘Gafitas’.
¿Qué hace que un chaval de buena familia pueda estar abocado a la delincuencia y a la drogadicción? Nuestros padres nos enseñaron sobre las malas compañías. La psicóloga Rich Harris, así lo afirma en El mito de la educación (1998), cuando dice que en la formación de un hijo influye más su grupo de amigos que sus padres. El proceso de asimilación generacional hace que adoptemos la vestimenta, el peinado y las ideas del grupo. Desde que tenemos uso de razón, queremos parecernos a otros. Lo que varía es el grado de comprensión o frustración de los padres, que asisten a tales cambios.
Acoso escolar
Lo interesante de Las leyes de la frontera es que su protagonista es un solitario, que sufre acoso escolar –lo que hoy conocemos por el anglicismo bullying–. La infancia puede ser cruel en el patio del colegio, pero para el ‘Gafitas’, “el sentimiento esencial de la adolescencia es el miedo” (p. 18). En el colegio alguien se empieza a burlar de él. Le llaman ‘Dumbo’. Se ríen de su torpeza con las chicas, sus gafas de “empollón”. Pronto las palabras no bastan. Le dan puñetazos, a los que responde en broma, intentando devolver los golpes. Las risas se convierten entonces en lágrimas y deseo de escapar.
“Ir cada día al colegio se convirtió para mí en un calvario –dice el protagonista–. Durante meses me acosté llorando y me levanté llorando. Tenía miedo. Sentía rabia y rencor y una gran humillación. Me sentí atrapado. Quería morirme” (p. 21). Se refugia así en casa, donde se dedica a leer y ver la tele. Es aficionado a la serie japonesa La frontera azul, que puso TVE a finales de los setenta, una especie de versión oriental de Robin Hood. De ahí viene el título del libro y la conclusión final de la historia.
Lo que pasa el verano de 1978 es que, por muy hundido o acobardado que esté, un chaval de dieciséis años no es capaz de quedarse el día entero en casa. Va a unos billares de esos que se convirtieron en salones recreativos en los ochenta. Son un lugar de juego para adolescentes con futbolines, maquinas del millón y luego de marcianos. Es allí donde conoce al Zarco y a Tere. Hasta entonces se había comportado como un buen chico. Así comienza su paseo por el lado salvaje de la vida.
El lado salvaje de la vida
Delante del colegio evangélico donde estudié a finales de los setenta había uno de esos billares. El centro tenía entonces alumnos internos, que venían de familias problemáticas. Algunos eran especialmente violentos. No tengo recuerdos agradables de aquellos años. El día que no iba a clase, era feliz. Como ‘Gafitas’, yo solo disfrutaba de la lectura y la televisión, hasta los confusos años de adolescencia.
La única forma de sobrevivir aquellos años era como ‘Gafitas’, buscándose alguien que te protegiera. Tenía un buen compañero, que era más fuerte que yo. Era muy aficionado al fútbol –cosa que yo nunca he sido–, pero no tenía apenas amistades. Vivía con su madre soltera en Vallecas. Recuerdo haber ido a su casa en Entrevías. El miedo se palpaba allí en el ambiente. Los quinquis recorrían las calles, observando al que venía de fuera con ojos amenazadores.
Al acabar el bachillerato, tuve que ir a un instituto recién abierto en el centro de Madrid, en pleno barrio de Malasaña. Veo ahora en Internet las noticias que aparecieron en la prensa sobre el tiempo que estuve allí a principios de los ochenta. Según el diario Ya, el Instituto San Mateo presentaba en 1982 una “situación insostenible de altercados y violencia”. Recuerdo a la policía corriendo por las escaleras; alumnos tirando bancos y macetas por las ventanas; grupos de extrema derecha con bates de béisbol en la puerta, dando golpes a los que llevaban melena...
No es extraño que el centro se cerrara, hasta reabrir el año 2011 como centro de Bachillerato de Excelencia. Pasaba los días en los bancos del parque que había delante, acostumbrándome al olor de los porros que fumaban mis compañeros, que tenían un aspecto claramente marginal. Era el comienzo del gobierno socialista, el principio de la Movida madrileña y las palabras del alcalde, el viejo profesor Tierno Galván: “¡Rockeros, el que no esté colocado, que se coloque… y al loro”. Increíble, ¿verdad?
Cine quinqui
Como se ve en la exposición, el mito de delincuentes como ‘El Vaquilla’ no lo inventó la gente, sino sobre todo los medios de comunicación, las canciones y las películas. Cuando Sabina cantaba al ‘Jaro’ en 1980 –muerto un año antes, a los 16 años, cuando un vecino le disparó de una ventana al verle cometer un atraco–, Eloy de la Iglesia hacía su primera película sobre él, Navajeros, con José Luis Manzano –a finales de esa década, los dos eran adictos a la heroína–. Cuando el actor sale de la cárcel en 1992, aparece muerto de sobredosis en la casa del director homosexual –en la novela, el personaje de Fernando Bermúdez es una mezcla de De la Loma con De la Iglesia–.
Es de una de esas películas que Cercas saca el personaje del ‘Gafitas’ como un adolescente pusilánime de clase media, que se endurece al entrar en la banda del Zarco y parece dispuesto a traicionarle, para disputarle el liderazgo y a su chica, siendo el único que escapa de la policía. El ‘Gafitas’ les sirve de cebo, por su aspecto de estudiante de los Maristas de no haber roto un plato, que hablaba catalán –por lo que servía de “pantalla” en sus “palos”, o sea, robos–. Era la época de “el tirón”, cuando robaban coches y buscaban señoras mayores, para llevarse el bolso. El ‘Jaro’ confesó que aprendió esa técnica viendo Perros callejeros (1977) de José Antonio de la Loma.
El que hace en esa película del ‘Vaquilla’, Ángel Fernández Franco (1960-1991), se convirtió en el delincuente ‘Torete’. Hizo tres más con De la Loma, junto a su hermano, muerto en 1995. En la cuarta era el abogado del ‘Vaquilla’ –como el personaje de Las leyes de la frontera–, antes de morir de sida. El protagonista de esta es uno de los pocos supervivientes. Raúl García Losada se retiró del cine después de interpretar al ‘Vaquilla’. Es ahora predicador evangélico en una iglesia de Entrevías en Madrid.
¿Por qué yo no?
Frente al determinismo que intenta explicar la delincuencia en términos meramente sociológicos o psicológicos, Cercas se asombra ante el misterio de la vida: “Desde finales de los setenta hasta finales de los ochenta habían pululado por España centenares de chavales desarraigados como el Zarco, y la inmensa mayoría de ellos había muerto en manos de la heroína, del sida o de la violencia, o simplemente estaban en la cárcel. Yo no. A mí hubiera podido pasarme lo mismo, pero no me pasó. A mí me había ido bien. No me habían encerrado en la cárcel. No había probado la heroína. No había contraído el sida. No me habían detenido, ni siquiera”. (p. 196)
“A un adolescente –como dice Cercas–, nada satisface tanto como poder echar a alguien la culpa de nuestros males”. El protagonista lo hace así con sus padres, cuando empieza a volver a casa de madrugada, después de ir a las discotecas. “Para cualquier chaval de esa edad la cárcel viene a ser, hasta que lo encierran o hasta que le ve de verdad las orejas al lobo, más o menos como la muerte: una cosa que le pasa a los otros” (p. 90). Se tomaba sobre todo “chocolate” y pastillas, pero no heroína, ni cocaína. Eso vino después. “Yo no tomaba drogas para que me aceptasen; las tomaba, porque me gustaban –dice el ‘Gafitas’–. Digamos que empecé haciéndolo por una especie de obligación, o de curiosidad, y acabé haciéndolo por placer, o por vicio.”(p. 67).
Cercas construye la novela a partir de las entrevistas de un escritor con algunos personajes de este relato. Lo que lo hace ambiguo e inquietante, para retratar la imperfección de la vida. Mi generación es la del baby boom, que conoció el paro juvenil de los años ochenta, después de pasar por clases masificadas y ser demasiados hasta para el servicio militar. La droga hizo entonces auténticos estragos. Con el sida caía la gente como moscas de un día para otro, sin saber por qué. La pregunta del ‘Gafitas’ –convertido ahora en abogado–, es la clave de esta historia: ¿por qué ellos y yo no?
¿Una vida prestada?
El ‘Gafitas’, convertido ahora en el abogado Cañas, se reencuentra con ‘El Zarco’ a comienzos del nuevo milenio. “Ya no era el mismo. Había tenido tiempo de crear y destruir su propio mito. A finales de los setenta, era una especie de precursor, a finales de los noventa, era casi un anacronismo” (p. 185), en solo veinte años. “Náufrago de otra época. Todo era cosa de antes: ahora el país había cambiado por completo, los años duros de la delincuencia juvenil se consideraban el último coletazo de la miseria económica, la represión y la falta de libertades del franquismo y, después de veinte años de democracia, la dictadura parecía quedar muy lejos y todos vivíamos en una borrachera aparentemente interminable de optimismo y de dinero.” (p. 186)
Ignacio Cañas trabaja en el mejor bufete de la ciudad. A sus cincuenta años, sus padres ya habían muerto, pero “ahora todo el mundo quiere ser siempre joven”. Casado y divorciado, “cuando había conseguido el dinero y la posición que llevaba años peleando, me invadió un sentimiento de inutilidad, la sensación de que ya había hecho todo lo que tenía que hacer, de que lo que me quedaba por vivir no era exactamente la vida sino las sobras de la vida, una especie de prórroga insípida, o quizá la sensación era que la vida que llevaba era un error, una vida prestada, como si en algún momento hubiera tomado un desvío equivocado o como si todo aquello fuera un pequeño pero espantoso malentendido”. (p. 190)
Antonio Gamillo, ‘el Zarco’, había pasado más de veinticinco años en la cárcel o en busca y captura. Juzgado catorce veces, fue acusado de cometer casi seiscientos delitos. Herido seis veces en enfrentamientos con la policía y otras diez en peleas callejeras o carcelarias. En dos ocasiones se le había juzgado por homicidio y en las dos fue absuelto. Había conocido siete reformatorios y dieciséis cárceles distintas. Se había escapado de todos los reformatorios y de muchas de las cárceles. Había organizado varios motines e iniciado dos huelgas de hambre. Y sin embargo, el director general de Servicios Penitenciarios cree en su rehabilitación. “Católico de misa diaria, es un hombre lleno de buenas intenciones y un creyente en la bondad natural del ser humano. En definitiva, un sujeto peligroso.” (p. 239).
Aunque el ‘Zarco’ es una persona, todavía era un personaje. Se había vuelto engreído y petulante. A Cañas le choca su soberbia altivez e impaciencia despectiva, pero él es descrito también con la fatuidad del que ha conocido el éxito demasiado pronto. Su prepotencia y arrogancia esconden la debilidad de su fragilidad. El abogado orquesta una operación para sacarle de la cárcel por medio de una boda, utilizando a los medios de comunicación para conmover a la opinión pública y lograr del nacionalismo conservador catalán lo que no han conseguido del centralismo izquierdista madrileño. El problema es que la novia se adueña de la historia y se convierte en el centro de atención de la tele-basura. Se ha convertido en una mediópata, como él.
¿Quién cuida de nosotros?
Las leyes de la frontera es sobre todo, una historia de amor. El ‘Gafitas’ entra el verano de 1978 en la banda del ‘Zarco’ por amor a Tere. Abandona la delincuencia de una forma providencial, sin saber qué ha pasado, ni qué relación tenía ella con el quinqui. Cree que el ‘Zarco’ le salvó la vida, mientras que él teme haberle delatado con sus comentarios. Tiene ahora una relación secreta con ella, escuchando música de aquella época, mientras intenta descubrir lo que pasó entonces. Al desaparecer Tere, sospecha que le han “estado usando para limpiar sus culpas” (p. 286). El reencuentro revela muchos malentendidos, pero nos deja también muchas preguntas.
La Biblia nos muestra un Dios que se interesa por nosotros. Los detalles y el rumbo de nuestra vida no escapan a su control. Él nos libra de muchos males, pero también permite tragedias y muertes, que parecen carecer de sentido y propósito. Algunos acontecimientos de nuestra vida nos parecen providenciales, aunque su cuidado abarca hasta aquellas cosas que nos pasan desapercibidas (Mateo 10:29-31). Cuando los personajes de la Escritura miran atrás, descubren que sucesos aparentemente triviales de su vida contribuyeron al cumplimiento del propósito que Dios les tenía reservado. Dios les guía, incluso cuando no son conscientes de ello.
La vida tiene una cara oscura, que no podemos entender. Dios entreteje el dolor, la pérdida y la angustia con momentos de placer y felicidad, para cumplir su voluntad en nosotros. Cuando Pablo dice que “todas las cosas ayudan a bien” (Romanos 8:28), se refiere al poder y la sabiduría insuperable de Dios. Él es capaz de obrar mediante nuestra debilidad. Los cristianos saben que Dios les ama y pueden experimentar su cuidado, incluso en medio de la necesidad. No conseguimos todo lo que queremos, pero confiamos en que Aquel que conoce nuestros deseos, sabe también lo que necesitamos.
El misterio de la providencia
“La Biblia no nos promete que la vida de una persona formará un patrón discernible, con un principio, un punto medio y un final –dice Paul Helm–. La Biblia no nos dice que para que las personas estén seguras de que los sucesos de su vida están ordenados por la providencia para alcanzar un buen fin, deben ser capaces de discernir un patrón general o una historia en sus vidas. A veces la acuciante necesidad de discernir ese patrón puede generar una frustración y una angustia innecesaria.”
Según la Escritura todas las experiencias de la vida tienen un valor: “ayudan a bien”. Lo que pasa es que hasta que hayan tenido lugar todos los acontecimientos de la vida de una persona, “cualquier patrón discernible, por tentativo que sea, tendrá que ser retrospectivo”. En ese sentido, –dice el profesor de la Universidad de Londres en su estudio sobre la Providencia–, “el significado de una vida se encuentra fuera de ella”. “Aunque Él me mate, en Él esperaré”, dice Job (13:15).
¿Qué pasa entonces, si una vida parece caracterizarse por la falta de sentido, la monotonía, la pérdida o la adversidad? Ningún suceso puede ser trágico en última instancia, porque gracias a la bondad inmerecida de Dios cada experiencia de la vida ayuda para su bien final. El azar no es más que una palabra, para designar nuestra ignorancia. Quien tiene a Cristo, tiene todo lo que necesita en la vida.