Un imperio con pies de barro
Los guerreros de Xian vuelven a Madrid. Noventa reproducciones de las figuras de terracota halladas en el mausoleo del primer emperador de China se exhiben en el Centro Cultural Fernán Gómez de Colón. Esta muestra de arte funerario antiguo se considera la Octava Maravilla del Mundo.
Dado que es imposible organizar una exposición de este tamaño con los originales, se trata de réplicas –aunque el folleto de la exposición no lo aclare–. La opción era entre repetir una reducida representación –unas decenas hubo en la anterior muestra de Madrid y Barcelona–, o un número tal de copias que se acerque a la impresión del conjunto original, que llega a las ocho mil figuras. La ventaja es que ahora hay dobles hasta en la recepción. Aunque la mayoría están en un foso como el primero que se excavó.
La visión de este ejército de terracota provoca a menudo un efecto alucinatorio, por su poder para evocar lo infinito a través de un número limitado de elementos. De modo inquietante todos los soldados se parecen, pero ninguno es idéntico al otro. Ese juego intencionado entre lo real y lo semejante está estrechamente vinculado a la figura de su emperador, cuyo rostro uno puede estar mirándolo largo rato, pero no se le ve. Es la forma informe, la imagen sin imagen, algo huidizo, inalcanzable...
¿UN IMPERIO PARA LA ETERNIDAD?
La contemplación de esta sima, donde ha dormido su sueño de siglos este desaforado ejercito de arcilla –recreada por una sala en penumbra–, muestra toda una formación en disposición de combate. Tras las huestes desplegadas de la infantería ligera, aparece un cuerpo de lanceros con coraza, seguidos de caballería, flanqueados por una legión de arqueros, algunos con la rodilla en tierra, mientras en retaguardia los componentes del estado mayor planean la batalla.
El señor de este ejército, el soberano del reino de Qin (481-221 a.C.), se impuso a sus enemigos, logrando unificar China con su poder de guerra. Protegió su espacio con la Gran Muralla que hay al norte del país y una inmensa máquina militar, compuesta por mil carros, diez mil caballos y un millón de hombres. Su imperio se extenderá a sangre y a fuego en todas las direcciones, hasta llegar a Corea y al norte de Vietnam. Tan obsesionado estaba por la expansión militar como por la inmortalidad. Es por eso que Shi Huangdi construyó dos ejércitos, uno real y otro funerario.
Alquimistas y astrólogos procuraban buscar para el emperador un elixir milagroso para la inmortalidad en remotas tierras, mientras le pronosticaban fechas propicias para emprender sus acciones. Hacia el final de su vida, espoleado por sus magos y adivinos, se fue volviendo cada vez más neurótico. Una serie de pasillos conectaban todos los palacios de la capital, por los que el emperador y su oscura comitiva cambiaban cada noche de lugar para desorientar a la muerte. Crea entonces todo un microcosmos, donde, según el historiador Sima Qian, una bóveda de estrellas ampararía un vasto territorio, surcado de ríos de plata.
LA LOSA DE LOS SUEÑOS
El último reino del gobernante forma un elaborado y monumental enterramiento, señalado por una colina artificial. Más de setecientos mil trabajadores intervinieron en las obras de este mausoleo, protegido de los saqueadores por una serie de armas secretas, como fosos o ballestas listas para dispararse automáticamente. Por eso la ciudad subterránea ha quedado prácticamente intacta. Antes dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él, sepultando en su tumba no sólo a sus soldados de terracota, sino también a algunos de sus servidores de carne y hueso, incluyendo aquellas concubinas que no habían tenido hijos.
Shi Huangdi tuvo que enfrentarse a esa cita ineludible, a la que ninguno de nosotros podemos escapar. Su muerte fue la losa de sus sueños, como diría Calderón. Ninguno de sus ejércitos pudo salvarle. Ya que hay Alguien que “convierte en nada a los poderosos, y a los que gobiernan la tierra hace como cosa vana” (Isaías 40:23). Da igual su grandeza. Es “como si nunca hubieran sido plantados, como si nunca hubieran sido sembrados, como si nunca su tronco hubiera tenido raíz en la tierra; tan pronto como sopla en ellos se secan y el torbellino los lleva como hojarasca” (v. 24).
El poder del Eterno se levanta sobre los poderes de este siglo. “Como nada son todas las naciones delante de Él; y en su comparación serán estimadas en menos que nada, y que lo que no es” (Is. 40:17). ¿Qué es el hombre, para que de él quede memoria? “Toda carne es hierba y toda su gloria como flor del campo. La hierba se seca y la flor se marchita, porque el viento del Señor sopló en ella. Sécase la hierba, marchítese la flor; más la palabra del Dios nuestro permanece para siempre.” (vv. 6-9). ¿Por qué vivimos entonces, como si tuviéramos control sobre la vida y la muerte?, ¡cuando Él tiene la última palabra, y sólo su Reino es eterno!