José de Segovia La inquietante Patricia Highsmith (I)
Como Dostoyevski, la autora estaba muy preocupada por la culpa y Dios. Su biógrafa dice que leía diariamente la Biblia.
| José de Segovia
Hace ahora cien años que vino al mundo esa “huérfana con padres” que fue Patricia Highsmith (1921-1955). Pocas escritoras ha habido como ella, tan intrigadas por el mal de la condición humana, cuyos libros y adaptaciones cinematográficas sean tan inquietantes. Nacida en Texas, pero criada en Nueva York, pasó gran parte de su vida en Europa, donde prefirió la compañía de gatos y caracoles como mascotas, a las molestias que le producía la gente. Ocultó su lesbianismo toda su vida con un sentido de culpa que nada que tiene que ver con “la alegría del orgullo LGTB”. Su fascinación por la doble vida de personajes como Ripley, muestra la ambigüedad de la inocencia. Nos presenta como potenciales asesinos desde nuestra más tierna infancia.
No es extraño que ya no se lea tanto a Highsmith. En los 80 era la lectura de verano de todo el mundo, hasta que llegó el “buenismo” y la pretensión de “santidad laica” de tantas causas solidarias. Nos creíamos ya mejores. Su mundo empezó a parecer sórdido y deprimente. Era algo demasiado negativo para una época en que lo que priman son los “manuales de autoayuda” y la “sexualidad positiva”. Su lectura es tan molesta e inquietante para el optimismo humanista contemporáneo, que puede ser tan dolorosa como un puñetazo en el estómago. No hay aquí “valores” que admirar, todo lo contrario. Lo que desvela es nuestro oscuro corazón, algo que no le gusta reconocer a nadie, pero que es tan cierto como la vida misma.
Highsmith “no era simpática, rara vez amable y nadie que la conociera bien habría dicho que era una mujer generosa”. Así comienza la monumental biografía de Joan Schenkar –publicada por la editorial Circe de Barcelona, en 2010–, que muestra una singular comprensión de las creencias religiosas de la autora y su obsesión por Jesucristo. Desde las primeras líneas, no pude dejar de leerla. No cabía duda de que estaba ante un retrato honesto de alguien que camina por un terreno psicológicamente tan amenazador, que temía reconocerme en sus páginas. Como a ella, a mí también siempre me ha intrigado el ocultamiento en general. Estoy convencido de que las personas no son lo que parecen. En la vida uno se lleva muchas sorpresas.
“Huérfana sin padres”
A Pat –como le llamaban todos los que la conocían– no le gustaba hablar de su complicada vida personal. Su biógrafa cree que fue lo que fue desde el principio. Se veía como una “huérfana sin padres”, porque sus padres se divorciaron antes de que naciera y su madre intentó abortar. Los dos eran artistas. Se crio con la abuela materna en Fort Worth, Will Mae, hasta que su madre, Mary Coates, se volvió a casar con el hombre del que ella toma su apellido, Highsmith. La llevan a vivir con ellos, cuando trabajaban en diseño gráfico en Nueva York en 1927. Ella odiaba a su padrastro y mantuvo una relación de amor/odio con su madre, toda su vida.
Madre e hija tenían lo que los franceses llaman “un amor fusionnel”, cree su biógrafa Schenkar. Eran incapaces de distinguir entre la una y la otra. El espanto por el “fracaso profesional” o el “comportamiento irracional” de Mary era lo que sintió Pat toda su vida, que temía que le ocurriera a ella. Así también la angustia de Mary por las “traiciones” de Pat en sus relaciones con tantas mujeres era la rabia de sentir que había perdido su amor por ella. Puesto que Pat adoró a su madre hasta los 17 años, dijo cuando tenía 46. Su biógrafa llega a ver en ello un amor incestuoso, “el verdadero amor que nunca se atrevió a decir su nombre”. Ella misma se pregunta: “¿Es posible que esté enamorada de mi madre? Puede que de alguna forma lo esté”.
Lo cierto es que su dolor y necesidad abrió una profunda grieta entre las dos, para la que no cabía mediación alguna. No soportaban estar juntas y no podían dejarse en paz, la una a la otra. Y el amor siempre lo conecta Highsmith con la muerte. En sus novelas hay niños que asesinan a familiares. En un cuento como La tortuga marina, un hijo mata a su madre. En sus diarios cuenta toda su actividad y sentimientos, que incluyen bastantes listas. Una enumera en 1973 todas las maneras en que un niño pequeño podía matar a alguien en su casa. Heredó de su traumática infancia un cuadro patológico que le producía insomnio, anorexia nerviosa y anemia crónica. Tenía problemas con la comida desde la adolescencia, que le llevaban a tener ganas de vomitar continuamente.
La escritura como droga
Pat aprendió a leer pronto con su abuela. Veía los libros como su “tabla de salvación”. Los llamó “mi droga”. Siendo niña todavía, leyó un libro de psiquiatría por un discípulo de Freud llamado Karl Menninger, que le introdujo en el laberinto de La mente humana. Desde la adolescencia vivía en ese universo humano de historias, alrededor de la culpa, la mentira y el crimen. Ella dice que empezó a escribir a los 12 años, pero no es hasta los 15 o 16, que encontramos cosas suyas. Además de sus treinta novelas, hizo muchos relatos, que empezó a publicar en revistas poco después de estudiar literatura en Barnard.
La mayor fuente de conocimiento de Highsmith son las ocho mil páginas de cuadernos y diarios que escribió compulsivamente, toda su vida. Los que llamaba cahiers, en francés, eran cuadernos de tapa dura con espiral y papel rayado, que siempre empiezan con una lista de los lugares en que ha estado y acaban con una enumeración de posibles títulos para sus libros. Dentro de cada uno hay subtítulos como Gente y Lugares o Keime (gérmenes en alemán, una expresión que toma de Henry James para anotar ideas como semillero de futuras obras), pero también frases favoritas y sus Anotaciones sobre un tema omnipresente, que es como llama a sus continuas reflexiones sobre la homosexualidad.
Los diarios son anotaciones sobre su vida cotidiana. Schenkar cree que falsificaba incluso las fechas y lugares, para que no pareciera que lo había escrito después, ya que despreciaba las autobiografías, que no tenían para ella, el valor de la crónica. Son “como uno recuerda su propia vida”, decía. Lo curioso, además, es que lo hace en cinco lenguas diferentes –cuatro de las cuales nunca llegó a dominar–, todo en una letra indescifrable, como los garabatos de un médico en una receta. Su interés contrasta con el escaso valor de sus entrevistas –que dio muchas, a pesar de su fama de ermitaña–, pero todas se caracterizan por las evasivas, comentarios para confundir y hasta pistas falsas, siendo benévolos, verdades a medias.
Extraños en un tren
Highsmith publica su primera novela en 1950, Extraños en un tren, que adaptaría al cine un año después Alfred Hitchcock, con guion de Raymond Chandler. El argumento del primer libro de Highsmith no puede ser más oscuro. Bruno conoce en un tren a un jugador de tenis llamado Guy. Le propone un intercambio criminal. Guy matará al padre de Bruno y éste asesinará a la esposa de Guy. Dos asesinatos sin móvil nunca serán descubiertos. Curiosamente, la morbosa historia nace de la fascinación de la escritora por Dostoievski. Lo que le interesa de él, sin embargo, no es el crimen, sino su “lucha con el cristianismo”, dice la mayor especialista de Highsmith. Muestra la preocupación de la autora por la culpa y Dios, como el escritor ruso convertido al cristianismo. Su biógrafa dice que leía diariamente la Biblia.
Cuando Hitchcock leyó la novela quiso hacerla él, pero para no pagar demasiado usó otro nombre para adquirir los derechos. El libro está basado en el mismo hecho real que su película La soga (1948), el “crimen perfecto” realizado por dos homosexuales en el Chicago de 1924, la muerte de Bobby Franks por Nathan Leopold y Robert Loeb. La atracción de Highsmith por semejante suceso muestra hasta qué punto la escritora está a “años luz” de la “leyenda rosa” de la actual narrativa LGTBI+. Como es habitual en ella, la autora no hace explícita la homosexualidad de sus personajes, pero hay claros indicios en el libro de ello. La ambigüedad de la relación de sus personajes corresponde a la relación bisexual que mantenía entonces con su novio, Marc Brandel –un judío europeo, como todos los que tuvo relación–, a la vez que “todas las Virginias”, a las que dedica el manuscrito –puesto que estuvo con varias chicas con ese nombre–. Y en su característica ocultación acabó cambiando la dedicatoria “a todos los virginianos”.
Hollywood alteró bastante la trama, que le pareció demasiado turbadora y nada ejemplar. Hitchcock no se entendió con Chandler y recurrió a un ayudante de Ben Hecht, pero tampoco convenció con ello a la Warner. Aunque la película no es una obra maestra, es brillante y llena de suspense. Ella vio la película en Münich bastante tiempo después de que se estrenara. “En general estoy contenta”, dijo. Aunque en 1988 había cambiado de opinión en eso, como en casi todo. Y se quejó a un periodista del cambio de profesión de Guy, el hecho de que no hubiera cometido el asesinato y la mayor debilidad de la película, que es la marmórea interpretación de Ruth Roman –Hitchcock quería a Grace Kelly, pero tampoco le gustaba Farley Granger, porque prefería a alguien como William Holden–. Eran las exigencias del estudio.
La primera vez que vio la película, Highsmith no sabía la tragedia del actor que hacía el papel de Bruno, “que sostiene toda la película, igual que hace en el libro”, dijo. Robert Walker murió a las pocas semanas de estrenarse por una fatal combinación de alcohol con amobarbital, atormentado por el trastorno mental, que se había agravado con su segundo divorcio cuando tenía sólo 30 años. La escritora, como el actor, es descrita a menudo como “víctima de sus propios demonios”. Su obra desvela una personalidad obsesiva, que como muchos dicen, “ofrece el análisis más exhaustivo de la culpa que pueda encontrarse en la literatura contemporánea”, como observa Schenkar
Americana en el exilio
La mayor parte de la gente que trató a Highsmith la recuerda como “una persona horrible”, dice el editor que tuvo en Estados Unidos para sus últimos libros de los años 80. Para él, eso se reflejaba en unos personajes “mezquinos, sin corazón, ni empatía”. Esa es la explicación, según su agente, para que no tuvieran éxito en Estados Unidos. Los seguían publicando, porque en Europa se había convertido en una autora de culto –algo así como Woody Allen en el cine, que hace más taquilla por una película en Paris en un fin de semana, que en todos los cines de Estados Unidos, donde ya ni siquiera las estrenan–. Su madre se complacía en decirle en 1972, cuando estaba ya en una residencia de ancianos en Texas, que ningún librero conocía ya su nombre en Fort Worth.
El artista americano en el exilio es alguien lleno de amargura contra su país, pero que sigue siendo americano. Ella cree que los europeos son “muy buenos a la hora de describir sus propios defectos, pero muy lentos a la hora de hacer algo para corregirlos”. Sus listas son por eso, una forma de “autoayuda”. Enumera y contrasta debilidades y objetivos, ¡hasta darle puntuación a sus amantes! “Pat era más americana que el veneno de una serpiente de cascabel”, dice su biógrafa –que es también americana–. Creía que uno tiene que salir adelante sin ayuda de nadie y “valerse por uno mismo”. No obstante, se da cuenta de que “Estados Unidos ha perdido el contacto con la realidad, algo que conservan los europeos y que tiene consecuencias funestas”.
Schenker especula mucho en su libro sobre lo deudora que pueda ser su visión del mundo al calvinismo, aunque rechace la teología asociada a él. Como toda persona que viene del Sur de Estados Unidos, proviene de un ambiente familiar y una moralidad que ella califica de “calvinista”. Es evidente que en la familia de Highsmith hay prominentes pastores, pero también apostasías, así como comunidades religiosas opuestas y enfrentadas. Ella siguió yendo a la iglesia hasta una edad avanzada, como se ve en los diarios. Cantaba todavía en el coro de una cuando tenía ya casi cuarenta años. Sus diarios están llenos de referencias a Dios y muchas más a Jesucristo.
“El gran escalofrío”
Highsmith es tan incoherente como muchos de nosotros. Psicológicamente, se mueve entre la atracción y la repulsión, el odio a sí misma y el autoengrandecimiento. Es como si viera doble todo el tiempo. Quiere estar sola, pero invita amigos a su casa para desear que no hubieran venido. La gente le molesta, pero tiene demasiada vida social para ser la ermitaña que pretende ser. Era lesbiana, pero sus cuadernos están llenos de opiniones negativas sobre las mujeres, mientras las hace objeto de su amor y fuente de inspiración. Se la considera antisemita, porque estaba en contra de Israel y a favor de la Intifada, llegando a hablar del “Holocausto S.A,”, pero todos los hombres con los que tuvo relaciones íntimas eran judíos de origen europeo. No hay duda de que Pat admiraba a Hanna Arendt, pero leía a la vez, Mi lucha de Hitler. Ya que aunque Pat habla así de los judíos, se expresa de igual manera sobre los negros, italianos, latinos, coreanos, indios, árabes y niños en general. La única infancia que le interesa es la suya.
No me la imagino en esta época. No podía ser más “políticamente incorrecta”. Ninguno la querría para su causa. No quedaría muy bien de icono feminista o del LGTBI+. Ya en su día, el calificativo más habitual que se le daba era de “amoral”, pero en nuestro vacío discurso de “valores” olvidamos que no hay mayor moralidad que el valor con que ella se enfrenta a lo que llama el Gran Escalofrío, “la presencia de la ausencia de culpa”. Es por eso, que yo también creo, como Schenkar, que “Dios fue una discusión que tuvo consigo misma toda su vida”.
En 1940 escribe: “Cuando piense que creyendo en Dios puedo ser más feliz, entonces creeré”. Temía saber que Dios está ahí, porque le daba un sentido de culpa del que no podía escapar, ¡aunque no se sintiera culpable! Ella no podía entender que una persona fuera de verdad creyente, pero no se sintiera culpable. En 1968 afirma en un ensayo que “las personas verdaderamente religiosas no se afilian a nada, porque si se tiene el suficiente sentido de culpa, no hace falta pertenecer a ninguna iglesia”. Se enfrentaba así a la Ciencia Cristiana de su madre, que considera el mal como una forma de ignorancia. Para ella, era algo real y evidente.
¿Libres de culpa?
El problema es que convivir con la culpa es una fuente de inquietud y ansiedad constante. En 1940 escribió: “No puedo tener tranquilidad para vivir sin creer que el poder de Dios es mayor que el hombre y todo el poder del universo”. La última persona con la que vivió seis meses, mientras la cuidaba antes de morir, era un hombre que iba a entrar en un monasterio. Dice que ella buscaba esos días una vida espiritual más allá de lo que llamaba la “jaula” de la religión.
Muchos se han librado de esa “jaula”, pero como ella, no pueden escapar de la culpa. Incluso la gente que la niega tiene esa conciencia escrita en sus corazones (Romanos 2:14-16). El fracaso en no hacer lo que pensamos que tenemos que hacer es lo que nos hace sentir culpables. Hay muchas maneras en que intentamos escapar del sentido de culpa. Rebajamos las expectativas, diciendo que nadie es perfecto. Todos nos equivocamos. No podemos ponernos metas que no son realistas.
Otros dicen que la culpa viene de una moralidad anticuada que hemos heredado y debemos desechar. Es la reprensión de la educación que hemos recibido. Algunos convierten así, el vicio en virtud, pero las consecuencias son evidentes. No tenemos control sobre nuestra vida. Como Highsmith, podemos intentar huir de la culpa con el alcohol y el sexo, pero eso nos hace sentir todavía más culpables.
El problema es que como ella descubrió, la religión no es la solución. Intentamos aplacar a Dios con buenas obras que sirvan de compensación y expiación para nuestra culpa, lo que no nos trae tampoco paz alguna. Sólo hay Alguien quien puede librarnos de nuestra culpa (Romanos 3:19-26). Es sobre el que ella tanto escribió en sus diarios: Cristo Jesús. Si estás en Él, ¡no hay condenación que temer! (Romanos 8:1).