Desayuna conmigo (lunes, 6.7.20) Besos robados
Fidelidades y bacterias abatidas


El beso, tan celosamente prohibido en estos días de pandemia porque, al transmitir fluidos corporales, puede convertirse en caldo de cultivo de bacterias y virus patógenos, tiene gran importancia para el desarrollo equilibrado de la personalidad humana. En el aspecto físico, tiene enormes potencialidades para la vida humana en cuanto expresa proximidad, simpatía, amistad, amor e incluso sexualidad. Son muchos los beneficios corporales que se le atribuyen, como, por ejemplo, reducir la presión arterial, disminuir el colesterol en sangre, quemar calorías, aliviar el estrés, combatir el dolor y disparar la endorfina en nuestro organismo.

En el aspecto mental, tan importantes potencialidades se incrementan todavía más por el bienestar y el optimismo que inyecta a la vida en todas y cada una de sus muchas manifestaciones de amor paternal y filial, de amor fraternal, de amor entre amigos. La simpatía y la proximidad que con él se demuestra son lo más hermoso y florido de las relaciones humanas. En definitiva, el beso sensibiliza nuestra sensibilidad, valga la redundancia, para hacernos receptivos no solo de las ilusiones de la persona besada, sino también de los vaivenes de su vida y de sus sufrimientos. Beso y sonrisa van siempre unidos como dos resortes que rompen la soledad, tan aniquiladora y destructiva, que a veces se apodera de nuestro espíritu. Acostumbrados como estamos a los azotes físicos y emocionales de la pandemia que padecemos, es fácil que no reparemos en las demoledoras soledades que muchas veces afloran en el rostro de quienes conviven con nosotros.

También en el aspecto religioso el beso tiene enorme trascendencia: desde el traidor beso de Judas que desencadena todo el proceso de la cruz, ese leño tan devotamente besado por los cristianos, hasta el beso más puro que se deposita en Navidad en la pierna del niño de Belén, o el que le dejamos a alguna Virgen en su manto, o el que nos sirve para venerar las reliquias de un santo, o con el que atestiguamos respeto y sumisión a un obispo al besar su anillo, por no mencionar el que, por obligación ineludible, al menos los niños de mi tiempo y lugar dábamos a la mano del cura cuando lo veíamos pasear. Pobre del que no lo hiciera, temerosos como estábamos de recibir un buen sopapo en los labios en el caso de haber hecho alguna perrería, que era casi siempre.

En el “Cantar de los Cantares” (1:2), el beso, sensible y carnoso, sublimado a la más pura unión mística, sirve para abrir cauce a los más íntimos y fuertes efluvios del espíritu enamorado de una esposa entregada: !oh, si él me besara con besos de su boca! Porque mejores son tus amores que el vino”. Siempre ha sido muy delicada y sutil la línea que separa el orgasmo sexual fisiológico del éxtasis expansivo del espíritu en la experiencia mística que funde el alma enamorada con Dios mismo, de tal manera que, si la experiencia mística fuera un sacramento, podría decirse que el orgasmo sería su materia sensible significativa.
Pues bien, la celebración de este singular día, que desde el siglo XIX venía haciéndose en Gran Bretaña, hoy se ha popularizado en otros muchos países. A los cristianos nos sirve, cuando menos, para redimensionar en lo humano las más altas aspiraciones del mensaje evangélico, la forma de vida pretendida por Jesús, que nos convierte a todos en “comunidad” tras la cohesión de nuestra propia personalidad con la de todos los demás en el “cuerpo místico” que formamos con él. Unidad de cuerpo, significada en la eucaristía de la que formamos parte como granos de trigo amasados y cocidos, o como el “vino del placer” al que alude el Cantar de los Cantares, fruto de la vid fermentado, que, en ella, cumple el más alto destino de convertirse y convertirnos en “sangre derramada por el pecado”.

El enigmático subtítulo de hoy nos lleva primero al recuerdo del pensador, teólogo, escritor, político y humanista inglés y santo católico, Tomás Moro, martirizado por su fe católica un día como hoy de 1535. Tomás Moro fue, además, poeta, traductor, canciller, profesor de leyes, juez y abogado. Sin duda, un gran personaje que, en la más convulsa época de la historia de Inglaterra, se mantuvo firme en su fidelidad a Roma hasta el punto de ser encerrado en la Torre de Londres y decapitado por ella. Sus mayores pecados fueron oponerse al divorcio del rey de su primera esposa, Catalina de Aragón, y al Acta de Supremacía que le declaraba cabeza de la nueva Iglesia. En Utopía, su obra más conocida, habla de la organización de una sociedad ideal, utopía que, afortunadamente para la humanidad, ha arrastrado a muchos hombres a dar lo mejor de sí mismos en beneficio de sus semejantes.

Sin la menor duda, uno de esos hombres ha sido Pasteur, a quien se refiere la segunda parte de nuestro subtítulo de hoy, personaje que nos sale al encuentro porque un día como hoy de 1885 sus prolongados esfuerzos en el mundo bacteriológico tuvieron el éxito merecido de curar a un niño de la rabia que le había transmitido un perro. Luis Pasteur es, sin duda, uno de los hombres que más ha hecho por la humanidad con sus continuas investigaciones e importantes logros en campos como la química y la bacteriología. Seguro que son miles los investigadores actuales que se miran en su espejo y que se mantienen incansables en sus esfuerzos con el mismo fin, sobre todo en estos tiempos en que vemos como nuestra salvación el logro de una vacuna eficaz contra el coronavirus.

No tiene nada de particular que, como homenaje a Pasteur, la OMS haya promovido que hoy se celebre el “día mundial de la zoonosis”, la enfermedad propia de los animales que incidentalmente puede comunicarse a las personas. Nos importa a todos saber que la prevención de enfermedades en los animales no solo protege su salud y bienestar, sino que es uno de los pasos más efectivos que podemos dar para proteger también la salud de las personas. La más fundada sospecha sobre cómo apareció el coronavirus que hoy tanto nos atormenta apunta precisamente en esa misma dirección.

Rico desayuno el nuestro de hoy, pues, tras animar nuestro devenir con algo tan hermoso y fructífero como es el cariño y el amor que entre los humanos expresan los besos, hace que el recuerdo del martirio de Tomás Moro fortalezca nuestra tambaleante fe cristiana actual, al tiempo que el gran Pasteur, héroe de tantas guerras ganadas a la enfermedad, nos demuestra lo triunfantes que también nosotros podemos salir de las angustias vitales que ahora nos atosigan. En el trasfondo de todo ello surge impoluta la dimensión sensual y espiritual de unas vidas humanas en las que somos nosotros mismos las mejores alegrías unos de otros. En los tiempos que estamos viviendo, de tantas prohibiciones y estrecheces a ese respecto, bien que echamos de menos los abrazos y besos de las personas que nos quieren y a las que nosotros queremos. Pero, si en lo físico hay restricciones, en lo espiritual hasta el cuerpo es libre de echarse a volar para sentir profundamente que se es uno con todo y con todos los demás, Dios incluido, pues el "beso místico de tu boca" es un crisol que funde y aúna espíritus y cuerpos.
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