Lo que importa – 46 Claroscuro navideño
Navidad agridulce
¿Hay algo más hermoso y apropiado para expresar la fraternidad humana que la Navidad? Habida cuenta de lo mucho que significa para nosotros no solo la comida, sino también el hecho de comer juntos, ¿hay comida familiar más hermosa que la cena de Nochebuena? Y, paralelamente, asomándonos a la región de las sombras, ¿hay algo más doloroso que una silla vacía en torno a la mesa de esa cena? Hablo de vacíos que rompen los corazones y avientan las ilusiones, de ausencias que amortiguan la luz envolvente e incluso amargan los exquisitos manjares navideños.
Nada tiene de extraño, pues, que, siendo la Navidad la fiesta más entrañable y bonita del año, avive los estragos del tiempo. Conozco familias en cuya cena de Nochebuena se deja una silla vacía en torno a la mesa para testimoniar la presencia silenciosa de un ser querido perdido. Se eche mano o no de tal artilugio o estampa, lo cierto es que la ausencia en esos momentos de un ser querido, incluso si no se lo nombra, restalla fuertemente en la espalda y en el corazón de los presentes. ¡Navidad, hermoso cuadro de luces y sombras, trenzado de risas y seriedades, de presencias y ausencias!
Afortunadamente, a primeros de diciembre irrumpe cada año en nuestras vidas por mor de urgencias comerciales una nueva Navidad pletórica de buen rollo, que derrocha luz y color en las calles de nuestros pueblos y ciudades y genera hondos deseos sinceros de paz, de fraternidad y de felicidad. La sociedad de la abundancia en que vivimos, fiel a las consignas imperantes de transformar todo en dinero, adorna monumentos e ilumina espacios al amparo del señuelo de la paz y de la felicidad que anhelan los ciudadanos. También las familias, hechizadas por un ambiente de alegría obligada, se someten a esas mismas consignas con el adorno de sus hogares y sus entrañables comidas y cenas familiares. Como cristiano, no puedo sustraerme a la idea de pensar que tales iluminaciones y eventos gastronómicos son auténticas “cenas del Señor”, en las que se parten y comparten alimentos, convertidos en sacramentos de fraternidad. Seguramente también forma parte de esa forma de pensar lo que los ciudadanos expresamos, en plan de compadres y amigos, en los frecuentes brindis que hacemos a lo largo de estas fiestas. Desde luego, a ella pertenecen, sin la menor alguna, los villancicos que machaconamente repiten los medios de comunicación y que a veces tarareamos de forma mecánica, los gozosos encuentros sociales de amigos que tanto nos gustan y fomentamos estos días, y no digamos el cansino “¡feliz Navidad!” con el que saludamos a cuantos se ponen a nuestro alcance.
Siguiendo la línea trazada, hago de esta reflexión, como si de un brindis se tratara, una afectuosa y sincera felicitación navideña para todos los seguidores de este blog, levantando mi copa para que el claroscuro de nuestra propia vida, aun trenzado de más amarguras y fracasos que de dulzuras y éxitos, resulte hermoso y nos ayude a valorarla como un precioso don divino. El “gaudete” de este tercer domingo de Adviento viene a darle hoy legitimidad y profundo alcance. La opacidad de cada día no debería borrar de nuestros labios, y menos de nuestro corazón, la palabra “gracias” por los muchos bienes que a diario nos regala la vida.
Si valoramos la muerte como la única ley que todo lo restaura y colma, por frustrante y odioso que nos resulte su acontecer, las sillas vacías en torno a nuestras mesas de Nochebuena y Nochevieja se llenarán con el reflejo del rostro más risueño de nuestros seres queridos y nos harán sentir que nos acompañan en uno de los momentos más gozosos y logrados de todo el año. Inmerso en esta emoción, deseo que el brindis con el que quiero agasajar y honrar a cuantos significan algo para mí, trátese de lectores, de amigos o de familiares, dulcifique este año el claroscuro de la Navidad que ya celebramos para ensancharla e impregnarla de la sabrosa esperanza que es de suyo como presagio o inicio de salvación.
A todos os deseo, pues, feliz Navidad, sabiendo a ciencia cierta que la felicidad que anhelamos para nosotros mismos en estos días tan especiales del año no puede ser más que una pequeña porción de la que nosotros mismos repartimos a lo largo de todo el año. El convencimiento de que la alegría propia de la Navidad brota directamente de la fraternidad universal de todos los hombres nos hace conscientes de que las oscuridades que se ciernen sobre ella provienen, más que de la ausencia de seres queridos, de la perversión de quienes se sirven de esa misma fraternidad para explotar e incluso esclavizar a sus hermanos. El flagelo más doloroso que sufrimos a lo largo de la vida no es la muerte en sí misma, un fenómeno natural necesario, sino la que llega, lenta o fulminante, como castigo de unos seres humanos a otros.
Pensaré con alegría en los destinatarios de esta felicitación cuando camine por la penumbra de las calles iluminadas de mi ciudad para celebrar socialmente con ellos esta Navidad, aunque sobre ella se ciernan densas tinieblas. Soy consciente de que la débil luz de una vela, tan hermosa en la oscuridad, puede ser suficiente para alumbrar el camino tortuoso de la humanidad, por muy sumido que esté en las sombras. En el acontecer de cada día se fragua el misterio de una Navidad que se nutre, a despecho del mito y la leyenda, de savia humana y se mantiene viva por el fabuloso milagro de renacer cada día y de ponerse en marcha al amparo de su oscilante luz, movidos por el indestructible resorte de su gracia. Para los hombres de buena voluntad siempre es Navidad.