Lo que importa – 49 Mensajero o mensaje
Verdad (?) o vida
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Digo bien lo de charcos y ciénagas porque la cuestión del mensaje y el mensajero cristianos ya se las trajo en su momento, en los albores mismos del cristianismo, cuando, con cinceles que más parecían instrumentos de tortura, fueron perfilándose los contornos de una nueva y muy especial religión abierta al mundo entero. La cuestión básica, subyacente en todas las discusiones dogmáticas que gestaron nuestro Credo, fue la de poner el acento de la nueva fe en el mensajero echando mano de piruetas mentales para fijar una identidad muy perfilada, pero que dejó resquicios por los que ha ido perdiendo gas y fuerza. Lo digo porque, en resumidas cuentas, entonces el mensaje se condensó en la persona de Jesús y el cometido de la nueva religión se ciñó a elevarlo a la categoría de Dios: presos todos de un supuesto pecado original, el mensajero había dado muerte con su propia muerte al pecado y, con su resurrección, había catapultado la humanidad a su consumación, a su plenitud.
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Pero ¿qué ocurre cuando una sociedad evoluciona lo suficiente para negarse a seguir comulgando con ruedas de molino y, por ello, ya no cree la fábula de un pecado original y, mucho menos, que Dios, para redimir a los hombres, el más precioso fruto de su propia creación, no tuviera más remedio que permitir el derramamiento cruel de la sangre de su propio Hijo? A los hombres de nuestro tiempo no les parece procedente que una hipotética redención consista en la salvajada de la crucifixión de Jesús como justiprecio por el pecado. En última instancia, tal proceder convertiría a Dios en víctima de sí mismo, algo así como si hubiera cometido un estrepitoso fallo en su magna obra de creación. No olvidemos que el esquema creación-pecado-redención no es más que una lectura distorsionada del fenómeno Jesús de Nazaret, de su persona y de su obra, lectura acorde con la fábula del pecado original.
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Tal es la lectura que hizo Pablo y a la que se atuvo la Iglesia primitiva cuando estableció los fundamentos del Credo que ha inspirado y animado su proceder hasta nuestros días. Pero, a tenor de las ideas y sentimientos predominantes en nuestro tiempo, cabe preguntarse si no caben otras lecturas que sean menos dramáticas y, por ello, más creíbles y posiblemente más efectivas. Aunque la Iglesia haya consagrado como Sagradas Escrituras los libros incluidos en el canon del Nuevo Testamento, forzoso es reconocer que todos ellos no son más que una primera lectura sobre la persona y la obra de Jesús, plagada de inexactitudes e incluso contradicciones, hecha por los primeros cristianos, fueran o no coetáneos suyos. En este, como en cualquier otro ámbito de la cultura humana, hemos de reconocer lo maleable que es de suyo todo lenguaje como transmisor de un acontecimiento concreto.
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De hecho, lo primero que se le pregunta a un aspirante a cristiano es si cree que Jesús es Dios. Lo procedente, a mi humilde criterio, sería preguntarle si está dispuesto a seguir a Jesús. Ocurre que, mientras lo primero no significa ni presupone nada o casi nada, pues no sabemos en definitiva qué significa eso de ser Dios, lo segundo, en cambio, acarrea importantes consecuencias para la propia vida: le exige a uno vender cuanto tiene y darlo a los pobres para caminar por las escarpadas sendas de una vida construida sobre el perdón y la misericordia. Ciertamente, una cosa es predicar y otra dar trigo, o, como dice el refrán, "del dicho al hecho hay mucho trecho". El cristianismo es un compromiso tan serio y determinante que dista mucho de explayarse en un exclamativo y piadoso "¡Señor, Señor!, pues engloba una forma de vida que se adapte totalmente a las consignas evangélicas del amor y del perdón, forma de vida que obliga a desalojar con contundencia el odio del corazón para llenar tan cálido recinto solo con un amor incondicional a todo ser humano, en cualquier situación y circunstancia.
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En definitiva, si digo que Jesús es Dios no estoy diciendo prácticamente nada, pues no sé exactamente qué significa la identidad divina, mientras que, como discípulo o seguidor suyo, estoy obligado no solo a perdonar setenta veces siete, sino también a “vender” cuanto tengo para convertirme en servidor incondicional de todos los hermanos, de todos los hombres. Ahora bien, lo que realmente me salva, es decir, lo que sitúa mi propia vida en su propio contexto y la fija en sus propias coordenadas, no es el hecho de que a Dios se le haya subido a las barbas una criatura suya para entablar con Él una lucha sin cuartel en los predios del hombre hasta el punto de forzarlo a meter en danza a su Hijo Unigénito para que con su preciosa sangre contrarreste el daño causado a los hombres por tan maligno esperpento. La salvación, que no es cuestión de un más allá beatífico, cuyo desarrollo está completamente en las manos de Dios, sino del aquí y ahora, redimensiona (redime) nuestra condición de seres humanos al exigir que vivamos como hermanos y que, por tanto, nos amemos los unos a los otros.
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Al hombre de nuestro tiempo, tan desorientado por los caminos que se le abren, muchos de los cuales terminan en precipicios, le interesa realmente un Jesús que le ayude, con el ejemplo de su vida y su palabra, a dar cuerpo a toda la potencialidad de su condición, a servirse de su propia libertad para encauzar su fuerza hacia los valores (lo que enriquece y aviva la vida, valga la redundancia) y desaloje de ella los contravalores (lo que la empobrece y la mata). El gran misterio de la batalla incesante que en el mundo se produce entre el bien y el mal, personificados ambos en Dios y el Diablo, no rebasa los contornos de la mente humana como expresión del desigual atractivo de una irrenunciable inclinación a la mejora (valores) y del deslumbre efímero de lo dañino (contravalores). Por más que elevemos la supuesta batalla entre el bien y el mal a los campos de la dogmática, la teología y la piedad, y aunque la imaginemos como una confrontación oceánica o telúrica, la verdad es que se trata únicamente de una tormenta en un vaso de agua. En última instancia, la maldad no es más que la intoxicación que producen los contravalores que cultivamos, que son los que realmente desencadenan todo nuestro sufrimiento.
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A los hombres de nuestro tiempo, creo, les importa mucho menos un Jesús que exija adoración y que se hinque ante él la rodilla, actitudes desde luego hermosas cuando expresan una continua acción de gracias a Dios, que un Jesús que camine delante de ellos por las sendas del bien, de la bondad y del perdón. En otras palabras, al margen de la personalidad propia del mensajero, a los hombres de nuestro tiempo les interesa un “mensaje salvador” que ilumine el camino e inyecte fuerza para recorrerlo. Las Escrituras, el Credo, la teología y la auténtica fe de la Iglesia, sea cual haya sido la forma de concretarse a lo largo de los dos mil años transcurridos, se cifran y concretan en algo tan indiscutible como la clara orden dada por el mismo Jesús de “ven y sígueme”.