Desayuna conmigo (domingo, 8.3.20) Mujer con hombre
Hombre con mujer
Me parece importante que mis acompañantes en el desayuno de este “Día internacional de la mujer” sepan que, desde que tengo conciencia del problema, he defendido sin miramientos que el hombre y la mujer tienen los mismos derechos y que, por tanto, son acreedores al mismo trato religioso, político, social y económico. De hecho, nunca me he considerado ni superior ni inferior a ninguna mujer, y tampoco a ningún hombre, lo que no es óbice para que admire por sus méritos excepcionales a muchas mujeres y a muchos hombres y que, en el polo opuestos, no pueda evitar que haya individuos, hombres y mujeres, cuya conducta me resulte repulsiva.
Dicho lo cual, debo añadir que, por las mismísimas razones por las que nunca me he tenido por machista ni sentido como tal, a pesar de algunas apariencias en contrario, tampoco soy ni me siento feminista, y eso que defiendo con sólidos argumentos que los hombres y las mujeres somos absolutamente iguales, salvo en las imbricaciones propias del sexo de cada cual. De hecho, ya he dejado constancia en este blog de que, por allá por el año 67 del siglo pasado, defendí con ardor juvenil que no hay absolutamente ninguna razón, ni divina ni humana, para que las mujeres no puedan ejercer los cargos eclesiales desde el de papa al de simple cura de aldea, funciones para las que ni siquiera debería ser determinante que las mujeres elegidas estuvieran casadas o fueran consagradas.
Si bien a nivel de principios la igualdad anhelada es indiscutible, lo cierto es que, a pesar de algunos progresos, en la práctica está resultando muy laborioso encarnarla en la vida real. A día de hoy, ningún país puede decir que ya ha alcanzado la igualdad de género en un grado satisfactorio. Para ello es necesario que todavía se produzcan cambios importantes tanto en las legislaciones como en la cultura. Las mujeres y las niñas siguen siendo infravaloradas; trabajan más, ganan menos y tienen menos opciones que los hombres. Vivimos tiempos en los que incluso pueden malograrse los progresos conseguidos. Confiemos en que el año 2020 represente una oportunidad excepcional para movilizar la acción mundial con miras a lograr los objetivos de esa igualdad.
El Día Internacional de la Mujer surgió a finales del siglo XX a raíz de los movimientos obreros acontecidos en América del Norte y Europa. Desde entonces, este día ha adquirido una dimensión global para todos los países. En el año 1975, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) declaró el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer. Afortunadamente, esa declaración cuajó para dar visibilidad a una reivindicación muy justa y muy beneficiosa para la marcha general de la humanidad. La fuerza de la reclamación de la igualdad es el sentido común que la anima, si bien las excentricidades y los excesos de un feminismo extemporáneo y muy mal orquestado no la favorecen en absoluto. Más bien al contrario, pues los excesos feministas vienen a justificar el machismo tan arraigado en las costumbres sociales.
Por ejemplo, a nada conduce, salvo al hastío, extorsionar la gramática española y el diccionario de la RAE con un pretendido “lenguaje inclusivo”, tan farragoso y a veces hasta ridículo que mete a calzador en las conversaciones duplicidades que afean y embarullan la hermosa lengua española. ¿Tan difícil es entender que el sexo pertenece a las personas, no a las palabras? Que “mesa” sea una palabra de género femenino (sería espantoso que lo fuera de “génera femenina”) no implica que tenga vagina, ni pene la palabra “mundo” por ser masculina. ¿Qué sexo habría que ponerle, en ese caso, a “el agua”, una palabra de género femenino a la que se le endosa un artículo masculino para evitar la fealdad de una cacofonía?
Por ello, muchas veces el “feminismo” reivindicativo resulta tan vituperable y excluyente como el odioso machismo que pretende contrarrestar. Por las redes se ha difundido estos días una verdad de Perogrullo, muy cargada de sentido común y objetividad, al afirmar que: quien viola no es el hombre, sino un violador; quien mata no es el hombre, sino un asesino; quien humilla no es el hombre, sino un cobarde. Tenerlo así de claro es muy importante para poder dar el primer paso en la buena dirección para conseguir el equilibrio necesario.
Pero lo que sí necesitamos “feminizar” son los textos y contextos machistas del acervo cultural del que también vive el hombre (todo el género humano). No hace falta ir muy lejos para encontrar un campo de muchísimo trabajo, pero muy prometedor, pues ahí tenemos, por ejemplo, las lecturas litúrgicas de este mismo domingo: en la primera, el Dios del Génesis se dirige a Abraham; en la segunda es San Pablo quien da consejos y orienta a Timoteo y, finalmente en el Evangelio, Jesús, tan respetuoso y atento con las mujeres en otros pasajes o escenarios bíblicos, se lleva a sus tres discípulos preferidos para que, en el monte Tabor, vivan el fenómeno de su propia transfiguración. Pero el Evangelio no es cuestión de hombres, sino de todos los seres humanos. Y hasta podríamos decir que las tres personas de la Trinidad cristiana, aunque las denominemos Padre, Hijo y Espíritu Santo, no tienen sexo, y también que, en la fábula del “pecado original”, la auténtica promotora y protagonista principal de lo ocurrido fue Eva, no Adán, personaje que se comporta más bien como un monigote manejado por su mujer.
Todos deberíamos tener muy claro, por todo ello, que a igual trabajo corresponde igual remuneración, sea hombre o mujer quien lo realice. En lo relativo a las funciones eclesiales, mal que les pese también a nuestros engreídos dirigentes eclesiásticos, aunque no se los reconozcan, las mujeres tienen los mismos derechos que ellos. Ser hombre o mujer no es ningún obstáculo para ejercer cualquier función eclesial. En el supuesto de que Jesús hubiera sido un machista, dada la evolución social y el cambio de costumbres que se ha producido con el paso del tiempo, hoy nos veríamos precisados a decir que se habría equivocado. Mal que nos pese, lo correcto es pensar que Jesús fue un judío del siglo primero de nuestra era y que, como cualquier otro de su tiempo, también él lidiaba con las limitaciones culturales propias del momento. Así, tras dos mil años de historia cristiana, nadie dudaría hoy en decir que, de ser ciertas sus predicciones sobre la llegada inminente de la parusía, se habría equivocado por completo en ese tema.
Pienso que hay todavía mucha cerrazón en las mentes de la mayoría de los eclesiásticos que gobiernan la Iglesia, establecen las leyes por las que esta encauza su acción evangelizadora y confieren los cargos directivos. Los audaces cambios que hoy resultan tan necesarios para que la Iglesia signifique algo para los hombres de nuestro tiempo no vendrán de la libre disposición de sus dirigentes, pues ello requeriría que renunciasen generosamente a muchos de los privilegios de que gozan. Serán las mujeres mismas, sobre todo las consagradas, quienes tengan que reivindicar con fuerza, incluso con manifestaciones y huelgas, que se les reconozcan sus derechos básicos de cristianas, derechos que las habilitan, lo mismo que a los varones, para celebrar también ellas la eucaristía. ¡Ojalá que, con las fuerzas que inyecta en las venas un día como este, tengan el coraje de “levantarse en armas” pronto para bien de la Iglesia de Jesús! Es tiempo ya de erradicar una injusticia que pesa sobre las espaldas de los cristianos como una losa que les impide mostrar la hermosura de un cristianismo que no es rémora apestosa sino vida y alegría para los seres humanos.
Correo electrónico: ramonhrnandezmartin@gmail.com