Lo que importa – 51 “Panta rei”
Un cristianismo para nuestro tiempo
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La primera de las lecturas del cristianismo fue, qué duda cabe, la que hicieron quienes convivieron con Jesús de Nazaret, sus primeros seguidores, lectura recogida mal que bien, con pocos matices y algunas contradicciones, en los primeros libros sagrados que terminaron siendo canonizados, por así decirlo, como Escrituras o como palabra directa o indirecta de Dios, en lo que se ha denominado Nuevo Testamento. Es un período vivo, controvertido, de discusiones enconadas de distinto calibre, que abarca prácticamente los cuatro primeros siglos del cristianismo. La cuestión siempre se ha cifrado y se cifrará en saber, en última instancia, quién fue Jesús, qué supone creer en él y qué forma de vida propicia esa fe.
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Tras esa primera lectura, procediendo a grandes zancadas, podemos hablar de una segunda, que se materializa en el intento de sistematizar ordenadamente cuanto parece habernos transmitido la primera. Me refiero a la lectura dogmática del cristianismo, la que fija en enunciados meticulosamente analizados y definidos los contenidos esenciales de la fe cristiana. Es la lectura que se concreta en el Credo que todavía hoy rezamos como profesión de las verdades cristianas fundamentales. Pero, si difícil fue esclarecer la primera, más todavía fue concretar la segunda, pues dejó aparcados o tirados en las cunetas, incluso excomulgados y condenados, a fervorosos creyentes y propuestas fecundas. Nadie dudaría hoy que los protagonistas principales de esa segunda lectura, los llamados Padres de Iglesia, se alzaron con el poder divino, encarnado en los concilios, para definir conceptos y fijar enunciados de tal manera que en el futuro nadie pudiera ni retocarlos ni, mucho menos, cuestionarlos. Confesarlos a rajatabla y sin variar ni una coma, una vez recibido el bautismo, ha venido determinando quién era realmente cristiano y quién no.
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Durante los siglos siguientes, muchos teólogos han quebrado y siguen quebrando sus mentes para esclarecer los enunciados de ese mismo Credo en voluminosos tratados de teología. Es curioso que se hable constantemente de Dios sin saber realmente quién es y para cuya comprensión nuestra mente ni siquiera tiene capacidad. Más aún, que todo ello se haga con el atrevimiento no solo de delinear el camino a seguir para llegar hasta él, sino también de pontificar sobre su naturaleza y su forma de comportarse a la hora de fijarnos un destino eterno en el cielo o en el infierno, supuestos lugares que incluso se atreven a describir con todo lujo de detalles como si hubieran deambulado por ellos. ¡Cuánta imaginación ha hecho falta para describir la nada y cuántos abusos se han cometido para preservar privilegios espurios!
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Vino después el aluvión protestante, fuente de tantísimos problemas jurisdiccionales y políticos, que trató de justificar intereses espurios en una enconada discusión teológica sobre si lo que salva es la fe sola o son las obras, discusión bizantina, pues ni siquiera a la mente menos dotada se le escapa que la fe no es nada si no se encarna en una forma de vida, la forma de vida cristiana. El “pecca fortiter sed crede fortius” de Lutero no deja de ser pura contradicción y, por ello, una vulgar majadería teológica, mírese como se mire, pues la fe cristaliza siempre en el buen comportamiento, no en el “yo” que engorda, sino en el que se diluye en el “nosotros”. No se puede decir que uno cree para terminar haciendo lo que le venga en gana, como tampoco es necesario decir que uno es creyente cuando su vida se atiene a las consignas evangélicas, a las bienaventuranzas. El vendaval protestante abrió puertas a una libertad legítima, pero descoyuntó por completo, con el gran escándalo de la desunión de los cristianos, las estructuras sociales del cristianismo occidental. Lamentablemente, como perniciosa secuela no deseada, sentó las bases para una evolución que ha terminado por dar la espalda por completo a la fe con su contribución a la gestación de una forma de vida cuyas coordenadas han quedado fijadas por el dinero y por el culto al cuerpo, como valores rectores de la sociedad de nuestro tiempo.
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Tras la revolución que supuso para la sociedad en que hoy vivimos la explosión social y económica que ocurrió mediado el siglo pasado, hoy estamos sometidos a una forma de vida cuyas coordenadas son claramente el consumo y la producción, la mercancía y el dinero, forma de vida ciertamente fabulosa bajo no desdeñables puntos de vista, pero que perdió por completo las agarraderas tradicionales que venían dando razón y sentido al fenómeno “hombre”, las de vivir para merecer una vida eterna de felicidad completa en los cielos, sin lograr abrir el yo al nosotros, que hoy tanto propugnamos y que es lo más genuino evangélico de la forma de vida cristiana.
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El cristianismo se enfrenta hoy, por todo ello, a la difícil tarea de servir de iluminación y de tabla de salvación a un hombre sin horizontes, que se agarra desesperadamente a lo poco que soporta su débil cuerpo y a las efímeras recompensas de un dinero siempre difícil de conseguir, a menos que se haga a base de extorsiones y engaños. De no andar yo muy despistado y circular fuera de órbita, esa es la nueva lectura del cristianismo que los hombres de hoy, a sabiendas o no, están esperando, ansiosos de descubrir horizontes más sólidos y duraderos que los que ofrecen una quebradiza salud y un dinero que siempre escasea. Nuevos horizontes para llenar de amor el presente y cargarnos de una esperanza robusta que perdura más allá del tiempo.
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Subrayemos que se trata de una lectura audaz que requerirá lectores de la talla y del empuje de Pablo, Agustín, Atanasio, Ireneo, Tomás de Aquino, Lutero y Bergoglio, capaces de discernir no solo las claves que rigen la forma de vida actual, sino también de percibir el eco de una voz divina que también habla a los hombres de nuestro tiempo. Habida cuenta del desvarío actual y de los limpios deseos de tantísimas gentes de buena voluntad como hay en nuestro mundo, parece obvio que dicha lectura tendrá que restaurar el vigor del mensaje evangélico que nos hermana y nos transforma en eucaristía, que nos hace uno no solo entre nosotros mismos, sino también con Dios.
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Ha llegado el tiempo de entender que la “salvación” es consubstancial a este mundo en el que podemos obrar bien o mal, progresar o regresar, vivir o morir. En otras palabras, en este mundo nuestro, el único que tenemos y en el que podemos establecer con los demás seres relaciones valiosas para nuestra vida (valores) o perniciosas (contravalores). Salvarse consiste en hacer lo correcto, en mejorar la forma de vida que hoy estamos llevando, no en luchar contra el mal o el Maligno, sino contra nosotros mismos, contra los contravalores de los que nos alimentamos. Lo que pueda ocurrirnos en el más allá no depende en absoluto de nosotros, sino de la inquebrantable voluntad de un Padre que ama incondicionalmente a todas y a cada una de sus criaturas. El único infierno que debemos temer es el que nos fabricamos nosotros mismos durante el tiempo que vivimos al optar por lo mortal en vez de por lo vital. “No os odiéis, amaos” y “no acaparéis, compartid” son consignas luminosas que brotan nítidas de la vida y obra de Jesús de Nazaret.
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Dios habló a los hombres en otro tiempo… y sigue haciéndolo en el nuestro. La finura de la fe de un auténtico creyente percibe hoy clara esa voz, dulce voz que acompasa nuestro peregrinaje hacia un destino que afortunadamente no podemos corromper, pero voz que a veces grita para alejarnos de los precipicios que acechan nuestro peregrinaje. Hoy, la voz de Dios suena atronadora en el grito de tantas víctimas humanas y su rostro se nos muestra diáfano en la dolorosa estampa de cuantos recorren la vida como un calvario, de tantísimos seres humanos que necesitan, además de pan y cobijo, comprensión y perdón.