Lo que importa – 43 Poder es a servicio

como justicia, a perdón

1
Hay ciertamente una dialéctica esencial de tesis-antítesis en la concepción cristiana de la vida, o mejor en la forma de vida cristiana, cuya síntesis se substancia en la fraternidad universal de todos los seres humanos. El bien como tesis y el mal como antítesis engendran un tipo de vida sacrificial cuyo leitmotiv es el flamante oxímoron de ser todo sin tener nada, de dar para enriquecerse, de morir para vivir. Hablamos seguramente de la gran dialéctica de la cruz como fundamento de un nuevo mundo, el de la fe, concebido y estructurado como catapulta de rectificación y resurrección. Digamos de paso, en atención a las circunstancias actuales, acrisolando el sentir mayoritario de los españoles, que la vigorosa dinámica de la rectificación y resurrección debería ser la única protagonista del drama que están sufriendo tantos valencianos.

2

Para Hegel  "el espíritu que se ha emancipado de la naturaleza para volverse hacia sí mismo como espíritu subjetivo (tesis), y que luego ha creado un mundo humano objetivo (antítesis) –especie de segunda naturaleza- en el derecho, la moral y el Estado, tiene que regresar hacia sí en un movimiento que supere a la vez la subjetividad y la objetividad: es el espíritu absoluto (síntesis), el espíritu definitivamente reconciliado consigo mismo", espíritu que, según él, se manifiesta en el Estado moderno. Pero el Estado, por muy moderno que sea, nunca dejará de ser una parte de la dimensión sociopolítica del hombre, una dimensión entre muchas otras, aunque esté llamado a jugar un papel de protagonista en el escenario global de la vida humana. Por otro lado, no deberíamos olvidar que el espíritu también es, en sí mismo, ser y naturaleza, y que la potencialidad que dimana de su condición de tal no lo lleva a crear un “mundo humano” como antítesis, sino solo a crecer o mejorar en su propio ámbito, cosa que logrará no en el reto que supondría la antítesis de la cultura engendrada, sino al amparo del ímpetu consubstancial de mejora que lo incita a la propia consumación. Es este ímpetu el que nos hace crecer en todas las dimensiones, no el reto de antítesis que se subsume o se sacrifica en pro de una síntesis salvadora.

3

La dialéctica hegeliana debe reducirse, en todo caso, a la presencia en nuestra vida de los contravalores como denuncia de comportamientos aniquiladores y como estímulo de arrepentimiento y rectificación, en pro de la consecución de una forma de vida mejor, alumbrada por la imagen de un modelo de perfección preestablecido. ¿Hacia dónde camina el hombre? La sensatez solo apunta en una dirección: la mejora de sí mismo, de su forma de vida. Pero, ¿cómo fijar las líneas maestras de esa mejora cuando caben mil formas y maneras de vivir? Afortunadamente, las coordenadas le vienen dadas al cristiano, racionalmente convencido de que no pueden ser otras que las propias del comportamiento de Jesús de Nazaret. No se trata de copiar un modelo al azar o indeterminado, dado que cada cual vive la vida a su forma y capricho, sino de reproducir lo más fielmente posible el comportamiento del Maestro en todo lo que es importante para los tiempos que hoy vivimos, que ciertamente son muy distintos de los suyos. Baste preguntarse a tal efecto si Jesús nos enseñó qué comportamiento deberíamos tener con los indios que habitaban América, o denunció la radical injusticia del esclavismo y el despojo que supuso para muchos la revolución industrial, para darnos cuenta de cuán difícil es plasmar ese modelo en nuestras vidas.

4

Son las coordenadas evangélicas las que importan para llevar por el buen camino nuestra vida, no las encarnaciones que de ellas se hicieron en los tiempos de Jesús mismo o en los dos mil años ya transcurridos. Dada la complejidad del ser humano y las variadas formas de realizarse, quedan descolocados cuantos pretenden reproducir el modelo, línea a línea y letra a letra. Andan por ahí muchos locos que lo pretenden, como si el asunto de la salvación fuera una mercancía determinada con un precio prefijado. Pensar hoy en la salvación como una liberación del pecado, de la muerte y del infierno es una simple elucubración que no tiene ni cuajado ni recorrido. En cambio, llevarla al campo del arrepentimiento de lo mal hecho, de la rectificación y de la mejora de la propia conducta es emplazarla de lleno en el campo de los más sagrados e íntimos anhelos de los hombres de nuestro tiempo. El lector tendrá la amabilidad de permitirme decirlo una vez más: salvarse es el proceso que debemos seguir para achicar y erradicar los contravalores que tan insensatamente cultivamos, venenos que vamos ingiriendo en pequeñas dosis hasta caer fulminados, para abrirnos de lleno al cultivo de los valores que nos enriquecen hasta culminar la trayectoria humana.

5

Expresado de forma resumida, diríamos que en el cristianismo no cabe más poder que el del servicio, poderosa verdad que, por un lado, descalifica tantas condenas como en la Iglesia se han producido a lo largo de los siglos, y, por otro, vacía de contenido específico la férrea jerarquización sobre la que pretende consolidarse cuando su único armazón debe ser el Espíritu Santo. Llevado todo ello a la otra dimensión indicada, la de justicia y perdón, en el cristianismo no cabe más justicia que la del perdón incondicional a cuantos hayan cruzado las líneas rojas que llevan lo humano al abismo. De otro modo, no cabría hablar en absoluto ni de redención ni de salvación. El cristianismo está ahí precisamente para redimirnos y salvarnos de lo todo lo inhumano que anida en nosotros mismos, es decir, para ayudarnos a rectificar cuanto hacemos en contra nuestra y de nuestros semejantes. Cuantos lo utilizan como peana para encaramarse a ella y darse el gusto de imponer los propios caprichos lo tienen crudo, pues, más bien pronto que darte, darán con sus huesos en la “gehena”, el alto horno de regeneración o infierno transitorio a que los someterá la vida misma.

6

Digamos como reflexión final que la ecuación trazada en el título vale no solo para encuadrar como es debido el cristianismo, sino también para acercarse de alguna manera a la preciosa figura del Dios cristiano que, teniendo poder infinito, se convierte en el más eficiente siervo y practica la más exigente justicia perdonando sin condición previa alguna (recuérdese la parábola del “hijo pródigo”) a todas sus criaturas. Su servicio es tan omnímodo y fuerte que no solo crea, sino también redime; su perdón es de tal calibre y profundidad que abarca no solo al que se arrepiente y lo invoca, sino también al que se obceca y se empecina en la ofensa porque realmente “no sabe lo que hace”. De hecho, sin esa forma de servicio y sin el alcance de una justicia que se plasma en perdón incondicional, lejos de ser un Dios esplendoroso, se convertiría, a todo lo más, en un Dios tan mezquino y tonto como el que puebla muchas mentes humanas, el que se ha dejado meter un gol dando juego en su propio campo al muñeco de pimpampum, al diablo, esperpento que, sin embargo, le va ganando la partida con la implantación de todo un universo de perversidad y tormento, de poder tirano y justicia justiciera. Incapaces de predicar abiertamente el amor en su propio esplendor, muchos cristianos se hacen trampas en el solitario echando mano del terror en el escenario humano a castigos incluso eternos. ¡Qué barbaridad emocional y conceptual!

Volver arriba