Lo que importa – 48 "Tabula rasa"

Danos, Señor, unidad

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¿Qué pasaría si aplicáramos la teoría de la “tabula rasa” no al nacimiento como punto de arranque de la vida en blanco, sino al de la muerte como explosión vital que fulmina la “esperanza radical”, la que, como cristianos, nos ha sostenido toda la vida? Digamos incluso que, en cuanto a dicha esperanza se refiere, la tabula rasa no solo califica el inicio de la vida humana, sino toda ella y sobre todo su proyección ultraterrena, según la aseveración paulina de que ni el ojo vio ni el oído oyó lo que Dios nos tiene preparado. No sabemos nada de nada sobre nuestro destino, que es donde se completa o consuma nuestro propio ser de hombres. Pura esperanza o esperanza radical y tabula rasa vienen a ser sinónimos en ese ámbito.

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Mientras vivimos, crecemos, enfermamos y morimos. Durante el tiempo que ello dura, nos contamos historias, nos deslomamos para ganarnos la vida y, a veces, hasta incluso amasamos fortunas como si fuéramos a permanecer en este mundo miles de años; soñamos y nos ilusionamos para no desesperar al ver cómo el tiempo, que no perdona ni a ricos ni a pobres, desmonta impávido nuestros más apreciados sueños y nuestras más íntimas ilusiones; a veces, hasta incluso nos envalentonamos y ponemos altos tacones a nuestro calzado para aparentar mejor tipo y acrecer aparentemente nuestra estatura, presos de una engañosa ilusión que termina, por lo general, en una dolorosa caída tanto más demoledora cuanto más alto sea el pedestal al que insensatamente nos hemos encaramado. Pero, a fin de cuentas, calladita se nos viene encima una muerte que nos estrella contra un muro y nos adentra en la oscuridad, al mismo tiempo que nos pone o debiera ponernos confiadamente en las manos del mejor de los padres.

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Entre las muchas entretenidas historias que nos han contado para ir matando el tiempo, muchos, por intereses religiosos o de otra índole, nos han atiborrado de horrores o de maravillas sobre lo que nos espera al otro lado del tiempo, por así decirlo. Siendo de por sí la muerte un mal trago o un mazazo que desorienta la mente y agrieta el corazón, nos hablan de que tras ella nos espera un cielo repleto de delicias sensibles, incluso sexuales, o un terrible infierno que achicharra nuestras carnes. Y lo hacen con todo lujo de detalles, como si los relatores ya hubieran pasado una temporada en ellos. Aun reconociendo que son lugares o situaciones pintiparados para el regocijo de las más exigentes fantasías, forzoso es reconocer, si no queremos perder la verticalidad y despanzurrarnos contra el suelo, que se trata únicamente de puras ensoñaciones o de caprichos malsanos. Seguro que quien nos habla así del cielo trata de seducirnos para su causa, mientras que quien lo hace del infierno intenta someternos hasta sodomizarnos. Y puesto que ambos lo hacen a ciegas, sin tener ningún conocimiento de causa, forzoso es concluir que tanto unos como otros no son más que vulgares manipuladores y depredadores.

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Llevo ya años escribiendo en este blog artículos en clave de “esperanza radical”, es decir, de una esperanza “tabula rasa”, cual hoja en blanco que propugna no solo que seamos conscientes de que por nosotros mismos no somos absolutamente nada, pero que, si echamos mano de coherencia y de sentido común, nos ponemos en manos de Dios para que sea Él mismo quien no solo escriba en nuestra tabula rasa un hermoso relato, sino también lo firme. Sí, sí, ya sé que somos libres y dueños de nuestra vida, de nuestro cuerpo y de nuestro tiempo, pero forzoso es reconocer que la capacidad entera de nuestra más flamante libertad no rebasa la posibilidad de ofrecer una hoja en blanco para que, en última instancia, quien nos ha regalado el ser plasme en ella su insondable voluntad y haga de nosotros un retrato a su misma imagen y semejanza. Entiendo que esa es la única forma de que los renglones de dicho relato salgan siempre derechos y con una bella caligrafía, mientras que, de escribirlo nosotros mismos, no conseguiríamos más que líneas borrosas y torcidas, privadas de consistencia y sentido.

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Por mucho que especulemos sobre la muerte y por mucho que nos esforcemos por dominarla como mero acontecer del finiquito vital, lo cierto es que ella nos aplana y convierte el conjunto de nuestra andadura en una tabula rasa que, en su propia nihilidad, nos recuerda el polvo de que estamos hechos y, más bien pronto que tarde, inmisericorde, borra por completo incluso nuestras huellas. A ese respecto, poco importa, que unos dejen en este mundo una gran impronta esculpida en piedra o en bronce y que otros pasemos por la vida como levedad inapreciable, pues, a fin de cuentas y no tardando mucho, incluso este mundo nuestro desaparecerá sumido en las profundidades opacas del universo. Sin embargo, no cabe la más mínima duda (tal es el regalo de mi fe cristiana) de que la muerte es el momento supremo en que Dios funde el soplo que hemos sido con su propia eternidad y nos coloca definitivamente a todos de su lado.

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Hablo pues de un lado que nos es completamente desconocido, pero en el que la esperanza cristiana nos abre una puerta de acceso y nos construye una acogedora morada. El tiempo como fútil potencialidad habrá dejado entonces paso a una eternidad de plenitud, de consumación. Tal es el destino que predica la fe cristiana, a despecho de quienes preferirían que los malos reciban castigos eternos en un infierno horripilante y que los buenos reciban premios distintos conforme al monto de sus respectivos méritos. A este respecto, la parábola del “hijo pródigo” es demoledora. Por ello, no procede que nos salgan al paso justicieros de pacotilla, incapaces de digerir la única perspectiva posible para todos y todas las cosas, la divina, porque -argumentan-, si todos fuéramos a ser salvados (en el más allá) por igual, de nada serviría llevar una vida virtuosa en este mundo. Desde luego, su enquistada ceguera les impide apreciar la diferencia entre un virtuoso y un depredador, pues, mientras el primero vive ya en este mundo las delicias de su destino, el segundo sufre el único infierno posible, el que el hombre mismo se fabrica como desfogue de su propio sadismo. Por lo que atañe a nuestra reflexión de hoy, digamos que la muerte es una gran transformación en la que el “el yo” deviene definitivamente “nosotros” y ambos se funden en Dios.

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Hay, pues, un guion de nuestra vida que no hemos escrito nosotros, pues no somos dueños ni del hecho de nacer, ni del tiempo que vivimos, ni del destino final tras la muerte. Quien es plenamente consciente de que ese guion está por completo en las manos de Dios sabe muy bien que Él no solo es el sabio y vezado guionista de la trama, sino también quien dirige magistralmente su puesta en escena. Cuando en ella el yo cede protagonismo al nosotros, la vida colectiva discurre por su curso natural; pero, cuando el yo se encarama sobre el nosotros, la vida colectiva se despeña por un acantilado. En ese “nosotros”, cuerpo único en el que Jesús es la cabeza, está nuestra salvación, la de ahora y la de después. Quien, pretendiendo abusar de la bonanza final que la más genuina fe cristiana nos augura, jalee su yo durante el desempeño de su papel, lo lleva crudo, pues no hay duda de que en el pecado llevará la penitencia. Afortunadamente, sabemos que la última palabra -y ese es el motivo incombustible de nuestra esperanza-, no puede ser otra que un gozoso y feliz “aleluya”.

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P.D. Dada la fecha de hoy, 19 de enero, en el inicio mismo de la “Semana de oración por la unidad de los cristianos”, recemos confiados e ilusionados: “danos, Señor, unidad, es decir, ayúdanos a caminar juntos, de la mano, para que nuestros corazones palpiten al unísono y nuestras mentes, despojadas de cuantos intereses y elucubraciones las pueblan, se esclarezcan para contemplar la belleza de la gran obra de creación y redención que realizas en cada uno de nosotros”.

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