A salto de mata – 8 (1 de 2) Teorema y Corolarios sobre “Jesús de Nazaret”
La fe, ¿credo cultual o forma de vida?


Dicho lo cual con rabia y frustración, vamos a nuestro propósito de acercarnos a las más puras esencias de la vida y de la razón de ser de Jesús de Nazaret, porque corolario suyo es toda vida cristiana que se precie. Recordemos, ante todo, que la RAE define “corolario” como la “proposición que no necesita prueba particular y se deduce con facilidad de lo demostrado previamente”. Sin necesidad de hurgar mucho, la Wikipedia ahonda y matiza un poco: “Corolario es un concepto referido a una proposición tanto en matemática como en lógica que se utiliza para designar la consistencia de un teorema ya demostrado, sin necesidad de invertir esfuerzo adicional en su demostración. En pocas palabras, es una consecuencia obvia que no necesita demostración… Se llama corolario a una afirmación lógica que es consecuencia inmediata de un teorema, pudiendo ser demostrada usando las propiedades del teorema de referencia”.

En definitiva, el corolario es como un chorro lógico de la luz que arroja un foco bien instalado, el teorema en que se sustenta. Soy muy consciente de la envergadura del cometido que pretendo abordar aquí, al tomar a Jesús de Nazaret como “teorema” o punto de referencia claro y nítido para nuestras vidas, cuando la realidad palmaria es que la enorme complejidad de su ser y de su proceder lo convierte en uno de los personajes más intrincados de la historia, a pesar de que es, con mucho, el elemento más consistente y nutritivo de la cultura que conforma nuestro ser y de la que todavía hoy nos alimentamos.
Desde que hace ya unos años comencé a escribir mi primer artículo en RD, nunca he perdido de vista a Jesús de Nazaret como referente total del cristianismo que entiendo que deberíamos profesar hoy y que sigue siendo una forma de vida sumamente atractiva a condición de hacer una profunda reforma del que hemos venido practicando como profesión de fe, estudio teológico y práctica devocional. En mi acercamiento intelectual y personal a tan decisivo personaje pretendo ir más allá, en la medida de lo posible, por muy osado o iluso que parezca, de la lectura que de él hace el apóstol Pablo, lectura que está en la base del Nuevo Testamento y que se ha convertido en el armazón de un Iglesia que dura ya casi dos mil años.

Pablo es, al igual que Jesús, un judío completamente enraizado en el judaísmo como pueblo elegido por un Dios que le hace en la persona de Abraham una promesa de salvación mesiánica. Su lectura parte de un Jesús redentor, muerto y resucitado, situado en los cielos a la diestra del Padre, objeto de culto y juez pronto a consumar la promesa de salvación, implantando definitivamente en la tierra el “Reino de Dios”. Aunque sobre esa lectura se haya construido el cristianismo que conocemos, no por ello deja de ser una visión muy particular suya, sustentada en el mesianismo veterotestamentario y en cuanto de Jesús le han contado quienes vivieron con él. Su visión nace, según confiesa él mismo, de una revelación muy especial, tan poderosa que cambia de un volantazo el rumbo de su vida transformándolo de verdugo en timonel, de perseguidor en apóstol. Su esquema es totalmente judío: Dios, pecado original, elección del pueblo y promesa mesiánica de salvación.

A estas alturas de la historia, ¿no cabría enfocar las cosas de otra manera que nos resulte más próxima, creíble y plausible, como sería la de pensar que no es Dios quien elige a Israel (que Dios elija un pueblo dice muy poco en favor de quien es todo en todos), sino que es Israel quien crea a Yahvé y lo elige como fuerza de cohesión del pueblo? En otras palabras, ¿debe centrarse la dimensión religiosa del hombre, la que nos habla del más allá y nos alienta a perdurar, en un supuesto Dios ignoto, que arroja migajas de su verdad a los hombres mediante una enigmática revelación necesitada de fe, o más bien en el hombre como campo de maniobras, en cuyo acontecer refulge la luz de un destino ultraterreno que cierra o culmina gozosamente el circuito de su propia procedencia y de su anclaje final? En otros términos: ¿hay algún destino posible para el hombre que no pase por el hombre? ¿Se puede pensar siquiera en un Dios que no tenga imagen de hombre? Si ponemos al hombre como punto de partida para el quehacer religioso, la perspectiva cambia radicalmente a la hora de “practicar” (vivir) una religión y de delinear el camino de retorno a Dios.

En ese caso, claro está, se rompe por completo el “esquema judío” no solo de Pablo, sino incluso del mismo Jesús, para situarnos en una forma de pensar y de sentir mucho más abierta y universal, cuya base sería precisamente la “encarnación” de Jesús y cuyo recorrido, el de seguir haciendo el bien como él hizo, al tiempo que se lo encumbra como ejemplar y prototipo humano que entabla una relación con Dios (oración) como “padre” e impone la exclusiva tarea de “amar”. Jesús se convierte así en el epicentro de un cristianismo que, solo haciendo el bien y amando a los hombres, puede llamar “padre” a Dios.

En esta reflexión apuntamos a Jesús como teorema de la religión cristiana, aseveración que va de suyo y no necesita demostración alguna. A su luz, cabe contemplar a Jesús como un devoto judío que hace de su vida un “servicio incondicional a sus semejantes” hasta la muerte de cruz, un hombre que pasó por la vida haciendo el bien. En su entrega total a la misión que se le asigna, llama “padre” al Dios arcano, supuestamente manifestado entre velos a los judíos, o, conforme a lo sugerido, al que los judíos han ideado como protector. Un Dios que, sin embargo, no puede ser concebido más que como universal, salvo que se lo tizne de sectario, razón por la que, aunque muchos griten que son ateos, nunca podrán escabullirse de su órbita.

Si vemos a Jesús como el teorema del que nos proponemos extraer algunos corolarios para emplazarnos mejor en el momento presente como cristianos, forzoso es dejar bien sentado que un cristianismo que se precie ha de basarse enteramente en él, en su persona y en comportamiento. Aunque su forma de vida esté ahormada completamente por el judaísmo, la exigencia que requiere de una entrega total es universal. Sus seguidores (discípulos) conocen el compromiso a que son llamados: “Déjalo todo, ven y sígueme” (Mc, 10,17). Ante tal perspectiva, los frívolos y casquivanos se asustan no solo por el despego que esa forma de vida hace de lo efímero, sino también por lo pesado que a veces resulta cargar con la propia cruz.

Pero merece la pena intentarlo. Tanto, que él mismo puede proclamar: “venid a mí todos los que os afanáis y andáis cargados en exceso, y yo os daré reposo. Uncíos a mi yugo y aprended de mí que soy benigno y humilde de corazón, y hallaréis reposo para vuestras almas, porque mi jugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30). Ahí reside el encanto incuestionable de un cristianismo despojado de cuantos ropajes inútiles le han echado encima los credos, las especulaciones teológicas, las jerarquías humanas, el despotismo canónico, los requisitos rituales para hablar con Dios (oración) y las condiciones de todo tipo para vivir en comunión con todos los hombres sin excepción (fraternidad universal). En otras palabras, ser cristiano es algo que también hoy resulta sumamente rentable, por emplear el lenguaje que todo lo domina, pues su único mandato es hacer del amor la placenta en que nace y crece la vida humana. Hasta la misma muerte, tan fastidiosa, pierde acritud al convertirse en confiado tránsito a la plenitud anhelada.

Perforando el caparazón de la fortísima argumentación teológica paulina, nos encontraremos un Jesús de carne y hueso, un individuo excepcional, un auténtico judío creyente, que, más que como la consumación de la supuesta promesa mesiánica que el Dios del AT hizo al patriarca Abraham para implantar de inmediato en la tierra el “Reino de Dios”, debe mostrársenos como el prototipo humano que entrega por completo su vida a sus semejantes y nos muestra el camino del hombre (del amor incondicional a todo ser humano) como el único viable para retornar a Dios. Si en la concepción de la religión partimos de Dios (adoración, credo, culto), nos perdemos fácilmente en supuestos y elucubraciones; pero, si lo hacemos del hombre (dar de comer, vestir, curar, consolar, pacificar), además de remontarnos fácilmente a través de él hasta Dios, no nos resultará difícil hacer de la tierra un auténtico paraíso. La religión que nos sitúe en esa perspectiva no puede menos de ser sumamente atractiva, incluso en este tiempo en el que tanto apostamos por paraísos perdidos. Por compleja que resulte nuestra vida actual y por muchas vueltas que le demos a lo que deberíamos hacer, lo que realmente echamos de menos hoy es el cumplimiento del mandato del amor que profesa el cristianismo y la certeza de la presencia viva de un consumado prototipo de vida humana que nos despoje de todo miedo frente a lo desconocido y nos enseñe a tratar con la confianza debida a Dios, que es lo que realmente hizo Jesús.

En la reflexión del próximo domingo trataremos de poner de relieve algunos corolarios que nos ayuden a prescindir de cosas que, aunque parezcan irrenunciables, a nada conducen, para centrarnos solo, tras mirarnos bien en el espejo que es Jesús, en las que realmente deberían importarnos como cristianos. El mandato recibido es claro: ser sal de la tierra en que vivimos y levadura de la masa de que formamos parte. La Cuaresma que va a comenzar es un tiempo fuerte y fecundo. ¡Ojalá que nos sirva, pero no para dar cabezazos contra una piedra con el propósito malsano de sufrir y llorar, sino para alumbrar el hermoso camino que el cristianismo nos ofrece! ¡Y quiera Dios que las buenas noticias alivien pronto el horroroso ardor de estómago que la maldita guerra de Ucrania me está produciendo!