Lo que importa – 45 Tiempo de espera
Retorno jubiloso
Vivimos en permanente ebullición, siempre a la espera de algo: alcanzar la mayoría de edad, celebrar una fiesta, disfrutar de un buen finde, salir airosos de un examen, conseguir una buena nómina, convertirnos en padres, alcanzar una pensión holgada, disfrutar de un poco de salud para ir tirando, y, llegado el momento y en determinadas circunstancias, tener la fortuna de una muerte tranquila, sosegada, sin torturas ni mentales ni físicas. Nuestros genes llevan grabada la impronta de un ser que se está haciendo continuamente, pues la vida no deja de ser una escalada por etapas, sin más descanso duradero que su propio final. En eso consiste precisamente su esencial dinamismo, sin el que estaríamos muertos.
Vistas las cosas así -y desde luego, de enfocar la cosa con realismo, será muy difícil verlas de otra manera- vivimos en continua espera, un “adviento” que, siendo solo el principio, dura todo el año, todos los años y toda la vida. Vivimos siempre en espera, pero, ¿qué es lo que realmente esperamos? La respuesta tal vez esté en el clamor de nuestra propia sangre, siempre ávida de más y mejor tanto en lo material como en lo espiritual, en post de una mejora sin tope. Llevamos muy arraigado en nuestra psique lo de que todos “queremos más y más y mucho más”. Alcanzar una fortuna para vivir sin agobios, por ejemplo, no es más que una falacia o, a todo lo más, un señuelo estimulante que nos obliga a redoblar esfuerzos, por más que el espejismo nos oculte que la meta anhelada no será otra cosa que un nuevo punto de partida.
El adviento litúrgico, circunscrito a las cuatro semanas que preceden la Navidad, trata de crear en nosotros una actitud mental básica que debe abarcar la vida entera. Efectivamente, para el cristiano su vida es un perenne adviento, como puerta de entrada a la gran fiesta de la fe cristiana que corona nuestro mundo de esperanza, fiesta tanto más excitante cuanto más insondables e inefables son sus contenidos. Quienes, por experiencias místicas o meramente psíquicas excepcionales, como Pablo en 1Cor 2:9, han estado en condiciones de decirnos algo sobre ellos nos aseguran que ni el ojo humano vio la belleza ni el oído humano oyó la armonía que Dios ha preparado para el retorno de sus criaturas. Mateo nos asegura por su parte (22:30) que entonces seremos como ángeles, entendiendo por tales unas criaturas espirituales, hermosas y perfectas, libres de los avatares del tiempo, que nunca han salido del seno de Dios.
Frente a tal perspectiva, cavilando sobre lo humano, cabría asegurar que, siendo seguramente el éxtasis místico y el orgasmo los máximos exponentes del placer sensible, tan fuertes que solo pueden durar un corto período de tiempo, el cumplimiento de la esperanza cristiana no solo acrecentará ese placer, sino también hará que dure toda la eternidad. Tras alcanzar la perfección, ya no quedarán más oquedades que llenar, más promesas que cumplir, más sombras que disipar. El Dios de nuestra fe, único capaz de plasmar tal maravilla, será entonces todo en todos (1Cor 15:28). Esta sublime realidad, que para un ateo puede sonar a fantasía bobalicona, existe ya en nuestra mente como esperanza y, de hecho, hoy comenzamos a vivirla litúrgicamente como Adviento.
El adviento es, pues, un tiempo que adelanta el gozo de la meta, como le ocurre al caminante con cada paso que da hacia ella. El camino se embebe o se subsume en su destino, pues, a medida que lo acerca, lo hace presente. Este es un apunte que entienden muy bien quienes aseguran que lo mejor de un viaje son los preparativos que llevan a gozar ya y sin agobios de las bondades del destino. Tal vez ese sutil matiz de saborear que la esperanza está henchida de lo esperado, es lo que nos falta a muchos cristianos para tomarnos en serio la fe que profesamos y acoplar nuestros comportamientos a las exigencias evangélicas. Cuando se capta, el camino resulta fácil, agradable y placentero porque se convierte en aperitivo del ágape del destino. En vez de como látigo penitencial que rompe las carnes, ensucia los pies y hace sudar la gota gorda, el Adviento se nos muestra como hermoso paseo hacia un horizonte prometedor. Nada tienen de extraño las caras felices de gentes que renuncian prácticamente a todo para entregarse de lleno a la misión de ser testigos fiables de su condición de creyentes. La fe, tamizada por la caridad, hace plausible una esperanza que arrastra como imán, que tira de nuestro carro, que nos mantiene en pie.
Iniciamos, pues, hoy un nuevo año litúrgico dando los primeros pasos por el camino que lleva a Belén. Pero la nuestra no debe ser la andadura de un arrepentido que se flagela para hallar gracia ante su señor o se castiga con los latigazos del hambre para purgar supuestos pecados, sino más bien el paso ligero del hijo pródigo que, tras recordar los bienes y las bondades en abundancia en la casa de su padre, arrepentido y humillado, emprende jubiloso el camino de retorno a ella. Nos hemos alejado llorando y ahora corren tiempos de esperanza para retornar cantando. La jornada de trabajo ha sido dura y el sol de la vida nos ha turrado, pero llega la serenidad de la noche con promesa de una sabrosa cena y de un descanso restaurador. En nuestras manos está que el tiempo de espera, la vida entera, no sea solo un viaje de ida, de alejamiento y olvido, sino también de retorno, de acercamiento, de encuentro y abrazo. “Al ir, iban llorando, llevando las semillas. Al volver, vuelven cantando, trayendo sus gavillas” (Salmo 126, 5-6). ¡Tremenda energía la de un cristianismo que cifra su descomunal fuerza en el servicio generoso a los hermanos, que visiona la vida como muerte al afrontar la muerte como vida, que convierte en predilectos a los mansos y humildes de corazón, que permuta el significado de perder convirtiéndolo en ganar y que dibuja un glorioso destino al misterioso universo que habitamos!