Lo que importa – 41 ¿De qué hablamos hablando de cristianismo?

Lo importante y lo accesorio

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Tras la andadura de este blog, que lleva años peleando por hacer una “audaz relectura del cristianismo”, el puñadito de seguidores, en caso de que todavía quede alguno, habrá observado, extrañado y posiblemente escandalizado, que apenas me fijo en la mayoría de los temas que toca habitualmente, por ejemplo, Religión Digital, por no ir más lejos, y, desde luego, que paso por alto cuanto se relaciona con jerarquías eclesiásticas, procedimientos eclesiales, credos y devocionarios, y no digamos con cultos, ritos e instrumentos de culto, incluidos los edificios (catedrales, basílicas, iglesias y ermitas), aunque  sé que todo eso es lo que se entiende habitualmente por cristianismo, brochazos que nos pintan un mundo supuestamente sobrenatural como salvaguarda de las calamidades morales que nos azotan. Es posible que, pensando y procediendo de esa manera, sea solo un francotirador, que apunta mal y dispara peor, o una muy “rara avis”, que se desgañita en el desierto. Me justifican, sin embargo, si no sesudos argumentos intelectuales, que estarían en todo caso fuera de lugar, sí una sincera conciencia de octogenario empecinado en vivir el cristianismo.

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Francamente, creo que todo lo mencionado, sin obviar los mismos dogmas, tiene poco que ver, si es que tiene que ver algo, con un cristianismo del que, desde sus mismos orígenes, es decir, desde los libros del NT, se han venido haciendo muy distintas lecturas en función de situaciones y vivencias concretas, consideradas o valoradas unas como ortodoxas y otras, heterodoxas. Hablo de lecturas, por lo que a las ortodoxas se refiere, como las de los libros del NT, las de los Padres de la Iglesia, y más en particular la de san Agustín, la de la teología medieval, la del Vaticano II y la que está haciendo en la actualidad el papa Francisco. Los tiempos que vivimos parecen haberle puesto delante a la Iglesia un frontón que es imposible saltar y que la obliga a rebobinar seriamente para lograr que el mensaje de salvación de Jesús llegue, con toda su prístina fuerza de seducción, también a los hombres de hoy. La atención de la sociedad ha dejado de fijarse en una religión cuya fuerza proviene de un supuesto "más allá", para hacerlo en los muchos y variados problemas que están afectando al "más acá", como las guerras, el hambre, las emigraciones o, si de divertirse se trata, en la música y en el deporte, en particular, en el fútbol.

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Frente a ese muro y, tras poner en solfa cuanto he enumerado como meramente accesorio o circunstancial, derivado de las distintas lecturas que se han hecho del mensaje de Jesús a lo largo de dos mil años, somos ya muchos los que, desechando mitos, no lo vemos como un elenco de verdades y procedimientos rituales y jurisdiccionales, sino como una atractiva “forma de vida”, la vida cristiana, de tal manera que la fe, lejos de retrotraerse a la profesión de un credo, se agranda y ensancha hasta conformar una manera muy especial de vivir, la forma de vida cifrada en compartir, en dar de sí en beneficio de los demás cuanto hemos recibido de un Dios al que repugnan las vestimentas de tirano justiciero con que lo hemos revestido, un Dios pronto a la ira y predispuesto a infligir severos castigos por nimiedades como si en ello le fuera su propia felicidad. ¡Qué Dios más repugnante hemos predicado muchas veces los cristianos! Y todavía hay muchos líderes o dirigentes eclesiásticos que siguen en sus trece. La sola idea de un posible castigo eterno, argumento facilón para una persuasión forzada, es tan monstruosa que uno no se explica cómo la ingenuidad humana ha podido creerla y aceparla sin más durante tanto tiempo.

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Lo religioso es una de las dimensiones humanas que conforman nuestra vida, dimensión que se nutre de acciones vitales que, insisto, la hacen crecer y la mantienen vigorosa cuando son beneficiosas, pero que la envenenan y hasta la destruyen cuando son perjudiciales. Hablamos, pues, de relaciones con los demás seres, relaciones que, abarcando creencias, se extienden a una forma de vida de la que también ellas forman parte. Desde luego, en la religión hay creencias y culto, pero no se identifica con ellas ni se reduce a sus límites. Las lecturas que hasta ahora se han hecho del cristianismo nos llevan, preferentemente, a verlo como una religión de verdades reveladas y cultos regulados, muy elucubrativas las primeras y muy aleatorios los segundos, pero no como la forma de vida cristiana que este blog propugna. En vez de como algo incrustado en nuestro ser, como algo propio, vemos la religión como algo superpuesto, que viene de fuera, circundante y que está sobre nosotros en cuanto "mundo sobrenatural", como si estuviéramos a caballo entre dos universos.

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Deberíamos tener en cuenta que ni siquiera las verdades científicas, nacidas de teorías contrastadas en laboratorios o de experiencias fenoménicas consolidadas, pueden considerarse como definitivas porque todas ellas están sometidas a nuevos avances y experiencias. La argucia de que, en cuanto a la religión se refiere, es Dios mismo quien habla y dicta su verdad en los libros sagrados, como base de un elenco de supuestas verdades reveladas, repugna a la mente crítica del pensador del siglo XXI. Y, así por ejemplo, podríamos preguntarnos si tienen para él algún sentido términos o conceptos como persona, naturaleza, substancia, accidente e incluso el binomio cuerpo-alma, tan determinantes para la dogmática católica ¿Por qué el cristianismo, preciosa forma de vida con aspiraciones de universalidad, ha de nutrirse preferentemente de Aristóteles? El cristianismo no puede ser la religión rectora y nutricia de una forma de vida universal si lo referenciamos a la adoración y a la veneración del Dios que lleva aparejado el arsenal de conceptos referido. Por todo ello, hoy vemos con claridad que no podemos pasarnos la vida de rodillas, adorando la Eucaristía y cantando salmos a un Dios Todopoderoso que, además, parece tanto más ausente cuanto más dramáticos son los acontecimientos que flagelan al hombre de nuestro tiempo.

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Entonces, ¿qué? En este blog lo hemos venido repitiendo hasta la saciedad: el cristianismo consiste, fundamentalmente, en algo tan sencillo y diáfano como seguir a Jesús, es decir, en tener el coraje de venderlo todo y darlo a los pobres, compartiendo con ellos cuanto se es y se tiene. Esa es la única manera creíble de hacerse eco de las palabras de Jesús, de seguir sus pasos y de imitar su vida. De ahí que cuanto es el cristianismo se centre en hacer el bien, como él hizo. La verdadera transubstanciación que produce el cristianismo es la del ser humano en imagen viva de Dios. Todo lo demás suena a parafernalia, a especulación y divertimento intelectual, si no a puros y duros intereses egoístas y a burdas extorsiones. Dios se hace presente en el sacramento de forma "significativa", pero se hace persona de carne y hueso en todo ser humano menesteroso, es decir, en "todo" ser humano. Esta es, sin la menor duda, la idea más atractiva y poderosa de un cristianismo que no solo valora al ser humano como el ser creado más valioso, sino también lo "deifica".

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Al margen y por encima de cualquier lectura que pueda hacerse del mensaje de Jesús, es incuestionable que él dio su vida por su pueblo, que quitó hambres, curó enfermedades, instruyó y predicó un reino de Dios construido exclusivamente sobre el amor fraternal que alivia todo tipo de dolencias humanas. Ante semejante panorama, el lector entenderá fácilmente que califiquemos como circunstancial o accesorio todo lo referido a la elección de las distintas jerarquías eclesiales, ámbito impregnado hasta las trancas de intereses escandalosos; al celibato sacerdotal obligatorio, tan esclavizante; a la exclusión tan deleznable de las mujeres del ministerio sacerdotal; a los depredadores sexuales infiltrados en el sacerdocio y en la dirección espiritual; a un Dios desencarnado y lejano, cual aburrido eremita de los cielos. Todos ellos son temas obsoletos y están asentados en prejuicios, machismos y vulgares conveniencias circunstanciales. Realmente, por mucho que especulemos y aunque escribamos abigarrados y sesudos tratados de teología o vibrantes directorios espirituales, para mirarnos los cristianos no disponemos de más espejo que el mismo Jesús.

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