Lo que importa – 38 El mal lo gesta el ser humano…

… y se agota en su propio ámbito

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Lo más esclarecedor que el aprendiz de todo que sigo siendo a mis 84 años ha podido leer sobre el espinoso problema del mal en el mundo y en nosotros mismos es la teoría filosófica de mi buen maestro fray Eladio Chávarri sobre los valores y contravalores. El mal, mírese como se mire, queda reducido en todas sus dimensiones y perspectivas a la condición de “contravalor”, una entidad cuyo alcance se concreta en las relaciones tóxicas que el ser humano establece con los seres existentes, incluido sí mismo, y que, por ello, resulta deteriorado, achicado e incluso muerto. Todos caminamos por la vida, pero no lo hacemos de la misma manera. Cuando logré sumergirme en la obra de Chávarri fue como si, de repente, el opaco fondo del océano de la vida se me hubiera iluminado por completo, como si sobre sus tenebrosas profundidades se hubiera desplegado una red de poderosos focos luminosos. De esa forma llegué a descubrir que lo único trascendente que hay en nuestra vida no tiene nada que ver con el enquistado problema del bien y el mal ni con las extrañas aseveraciones de los dogmas, sino con la esperanza, con el anhelo profundo de nuestro ser por la supervivencia, esperanza en la que se cifra la más genuina fe de quien solo ve en Dios un Padre providente y generoso, y de ningún modo y en ninguna circunstancia un carnicero vengativo.

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No, el mal, todo lo que llamamos malo, no tiene absolutamente ninguna trascendencia, pues está anclado indisolublemente, como pesado y funesto fardo, a todas y cada una de nuestras acciones, se nutre de ellas y fenece cuando cesan. El mal, sea físico o moral, entra en juego en cada una de las cosas que hacemos como contravalor adosado, pues en todas ellas caben deficiencias de muchos calibres. Cuanto pensamos, decimos y hacemos puede ir en nuestra contra, deteriorar nuestra forma de vida e incluso dar al traste con ella. El pecado como ofensa a Dios es pura osadía y ganas de marear la perdiz, un intento facilón y evasivo, muy socorrido, para domeñar la voluntad de quienes, estando en frente, pueden engordar nuestra cartera de intereses. Para poder ofender a Dios necesitaríamos ponernos a su altura y conocerlo tal cual es, cosa del todo inalcanzable, pues sería algo así como si una hormiga se mofara de un elefante. Dicho sea a sabiendas de que, para quienes creemos en él, Dios se ha puesto a nuestra altura en la persona de Jesús y en la de cada uno de los seres humanos, razón por la que sí que podemos alcanzarlo realmente, por lo que podría decirse que lo ofendemos realmente en el ser de todos ellos, ofensa que se cifra en alguna relación tóxica y, por tanto, contravaliosa.

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Es de gran alivio saber que el mal, que personificamos en un siniestro ser terrible tentador, que trata de arrastrarnos a sus imaginarios dominios infernales como incautos o como muñecos indefensos, depende exclusivamente de nosotros mismos. De por sí, lo repetiré hasta la saciedad, el mal, sea cual sea su calibre, no es otra cosa que el desvío garrafal de cualquier acción que emprendemos, contravalor que deteriora nuestro ser y obstaculiza o impide las mejoras (valores) de que este debe alimentarse. Dejémonos de elucubraciones y atengámonos a la realidad: ¿cuáles han sido, en última instancia, las causas reales de las muchísimas guerras que la humanidad ha padecido a lo largo de su historia y aún padece? Sin la menor duda, la ambición de unos pocos mandatarios, facilitada por el sometimiento borreguil de sencillos ciudadanos que se ven dramáticamente atrapados en la vorágine de sinrazones humanas que fuerzan a matarse unos a otros por razones tan sacrosantas como la defensa de la patria o de la religión. Hablo de sinrazones porque, de suyo, tanto la patria como la religión son entidades que valen muchísimo menos que la vida humana.

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Y, si del ámbito general saltamos al particular, ¿cuál es la causa de muchos de los sufrimientos que padecemos? Sin duda, nuestros propios comportamientos equivocados, comportamientos egoístas, desordenados, cuyas funestas consecuencias van siempre en detrimento de nuestro mismo ser y de nuestra forma de vida. Nuestros sufrimientos son el precio o la penitencia que nos cae encima por los contravalores que cultivamos. En esa convicción radica la certeza de que la vida es siempre justa, pues cumple a rajatabla el fundado dicho popular de que “quien la hace, la paga” de una manera o de otra. Nadie se marcha de este mundo de rositas, por mucho que a veces nos engañen las apariencias.

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Es absurdo seguir creyendo a la altura de nuestro tiempo que hay dos principios irreconciliables, uno del bien y otro del mal, con sus correspondientes adalides, Dios y el Demonio, que tratan de atraernos a su propia causa por todos los medios a su alcance. Ese Dios, de existir, no podría ser más que de pacotilla, un Dios de trapo, y ese Demonio, a su vez, un fantoche, un coco para asustar a los niños que dan guerra a la hora de cenar. La verdad es que, como humanos, nacemos a medio hacer y que nos vamos completando a lo largo de la vida mediante un proceso, el hecho de vivir, que tiene quiebras porque nuestras relaciones con todos los demás seres pueden resultar tóxicas, contraproducentes. En otras palabras, insistiendo una vez más y cuantas haga falta, a veces mantenemos relaciones que, en vez de alimentarnos con un determinado valor que nos ayude a crecer, nos envenenan, deterioran y matan. El juego de la vida se reduce a un escenario en el que los demás seres o nos ayudan a crecer (valores), o nos achican hasta ir convirtiéndonos poco a poco en nada (contravalores).

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Hablamos, naturalmente, del mundo de nuestras relaciones, que es el que nos interesa como responsabilidad absolutamente nuestra, no del mundo que está ahí, al margen de nuestra presencia en él, en cuyo seno ocurren cambios radicales, sometido como está a una dinámica imparable de evolución, pero que a veces nos resultan dolorosos y nos tientan a personalizarlo como si fuera una especie de demiurgo maligno que nos zarandea y tortura. Me refiero a las catástrofes naturales, como inundaciones, terremotos, huracanes, volcanes, tan continuas y que tanto nos impactan. Todo ello también forma parte de nuestra condición, pues no podemos existir fuera de ese mundo, pero ello no nos da derecho ni a descomponerlo ni a sacarlo de sus propios confines, cosa que haríamos si lo consideráramos un instrumento del que se valen nuestros supuestos adalides para atraernos a su causa y, en caso de no lograrlo, para traernos a raya o castigarnos.

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Seamos o no conscientes de ello, los humanos tenemos despejado un horizonte de gloria, por más que se acceda a él por un camino tortuoso y empinado. Eso es lo que nos dicta la esperanza cristiana. De ahí que nuestro problema no esté en cómo gestionamos un más allá, cuyo desarrollo no depende en absoluto de nosotros mismos, sino un  más acá, que ese sí que está en nuestras manos. Nadie merece un cielo o una gloria que, según nuestra fe, es puro don de Dios, pura gracia. Pero todos, cada uno conforme a sus posibilidades, sí que podemos contribuir a que el mundo en que vivimos no solo sea menos infierno, sino mucho más cielo. Dicho con otras palabras: en la mano de todos y de cada uno está no solo la posibilidad de disminuir los daños que nos causamos unos a otros, sino también de aumentar el caudal de los bienes a compartir (eucaristía) y a disfrutar (alegría esencial de la fe). El recorrido desde el contravalor más extremo al valor más aquilatado es ilimitado, pues no hay fondo para el mal (contravalor) ni hay techo para el bien (valor). De hecho, viviendo, nuestras acciones pueden, por un lado, retroceder de lo tolerable a lo pésimo, y, por otro, progresar de lo tibio o meramente conveniente hasta el rojo vivo, hasta lo óptimo. La hermosa perspectiva de mejora inserta en nuestros genes no solo nos invita a permanecer de pie, sino también a recorrer el hermoso y atlético maratón de la vida.

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