Lo que importa – 40 La religión como cara y …

la vida como cruz

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Adosadas ambas, la cara y la cruz, a una sola realidad, la de la vida humana, si las valoramos como es debido, veremos que, mientras la cruz, siempre mortificante, la padecemos viviendo, la cara se nos muestra, diáfana y luminosa, en la esperanza. Todos estamos convencidos de que en esta vida nos toca, de un modo o de otro, sufrir mucho, pero la inmensa mayoría lo hacemos sabiendo que es por o para algo. Y, como la vida, por larga que sea, no deja de ser más que un soplo, la pujanza de lo que somos se centra en la durabilidad y se asienta en la esperanza. Nos pasamos la vida reclamando justicia a los poderes públicos y, en situaciones límite, incluso lo hacemos a Dios mismo en plan un tanto desafiante o blasfemo, sin caer en la cuenta de que, a la postre, la vida misma se erige en el juez más justo y ecuánime que pudiéramos desear. Ineludiblemente, cada palo ha de aguantar su vela y quien la hace, ha de pagarla, pues es seguro que nadie se va de este mundo de rositas, sin haber saldado sus cuentas.

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A este respecto, entiendo muy bien los anhelos místicos del “vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no muero” de la de Ávila. La conciencia clara de la futilidad del tiempo nos empaparía a todos de esos mismos anhelos si indagáramos qué sentido puede tener el controvertido hecho de vivir para morir. Sin la perspectiva que nos abre la esperanza, la vida se indigesta para terminar en maloliente vómito, en un contrasentido tan obvio como el de nacer a medio hacer para morir en el proceso de maduración. A la conciencia de la existencia le repugna de tal manera la certeza de la muerte que se rebela contra ella en forma de instinto de supervivencia, revindicando un acomodo en el después de la vida. Afortunadamente, en esto la ciencia y la creencia van de la mano al constatar que la materia no es destructible sino transformable de tal manera que, llegado el momento del gran impacto, llámese reacción química o muerte del ser vivo, cambia la forma y el ser mismo de la materia como cambia, igualmente, la forma y el contenido de la vida. Morir porque no se muere es una forma poética de expresar que, mientras la imperfección acompaña la vida presente, la perfección hace lo propio con la venidera.

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Pero la religión no es solo cosa de un más allá que se nos dará por añadidura, sino y sobre todo de un más acá que es preciso construir con paciencia y sacrificio. No creemos solo para salvarnos tras la muerte, sino también para salvarnos en el presente. La salvación en el más allá se entiende por lo general, en su aspecto positivo, como perduración eterna en una especie de paraíso o cielo de gloria, y, en el negativo, como liberación del infierno, lugar de horroroso castigo eterno. Lo que le está ocurriendo a nuestra Iglesia hoy es que, libres de tantos mitos y premoniciones, podemos opinar fundamente que nadie sabe nada en absoluto de lo que nos ocurrirá tras la muerte. Ya lo adelantaba oportunamente el mismo Jesús desmontando una trampa saducea sobre el estatus marital en el más allá de los siete hermanos que se casaron con la misma mujer (Mt 22: 23 y ss). ¿Alguien puede negar en su sano juicio y con fundamento que cuanto nos han contado sobre el infierno, por ejemplo, no es más que un burdo engaño de incautos? La salvación no consiste en una sentencia absolutoria en un supuesto juicio global al final de la vida, burda argucia de religiones incapaces de afrontar la vida real tal como es para encauzarla como es debido. Ninguna religión de peso debe alimentar a sus adeptos con premios imaginarios en el más allá o con promesas cuyo cumplimiento no es verificable. La sagrada misión de toda creencia es luchar por la mejora substancial de la vida en el más acá.

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La salvación importa en el más acá. Salvación real y positiva, que se cifra en la mejora constante de nuestra forma de vida en todos sus ámbitos. El ámbito religioso de la vida apunta en una doble dirección: hacia un trato fluido con un Dios benevolente y hacia la mejora de la vida que postulamos. El auténtico cristianismo cifra su quehacer en el trato con Dios como padre y con los demás seres humanos como hermanos, en mantener relaciones valiosas, beneficiosas y constructivas, con todos los seres. Salvarse e ir llenando de valor la vida es lo mismo. El valor, siendo vida, nos salva; el contravalor, siendo muerte, nos condena.  El escenario del juego de una vida estructurada para ir siempre a más se sitúa enteramente en el más acá. Por mucho que nos incomode, el más allá solo nos sirve de momento como pura especulación, como pura fantasía.

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Pero la vida humana, que es toda ella proyecto de crecimiento y mejora, está también llena de cruz, pues a todo valor, como alimento de crecimiento, lo acompaña su correspondiente contravalor, no solo como contraste, sino también como fuerza de corrosión, igual que a toda vida la acompaña inexorablemente la muerte. Emparejando los binomios cara-cruz, con que titulamos esta reflexión, y valor-contravalor con que la desarrollamos, podemos identificar cara y valor, por un lado, y cruz y contravalor, por otro. Asignar la cara a la religión y la cruz a la vida, cuando obviamente aquella forma parte de esta, se debe a un análisis objetivo de lo que la vida comporta como escenario en el que juegan su papel los valores y contravalores que la conforman. Ello no quiere decir, desde luego, que la religión equivalga a valor y la vida a contravalor, sino que, si bien el hecho de creer nos lleva a contemplar la vida como depositaria de una positividad irrenunciable e irreversible, cuando se carece de esa perspectiva, se vuelve espantosa e insoportable cruz.

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Con ello quiero subrayar dos cosas: primera, que la religión debe ser toda ella puro valor o positividad en todo su contenido y proyección, y, segunda, que la vida del creyente, en coherencia con esa positividad, debe verse libre de todo miedo y angustia. En otras palabras: no se puede creer realmente en Dios y llevar una vida triste o desesperada y, mucho menos, temer un castigo eterno. Quien teme el infierno deforma la imagen de Dios y se adentra en una ramplona contradicción, pues el valor no cede ningún espacio al contravalor. De ello se sigue de inmediato, por ejemplo, que ha sido un completo fraude y un engaño lamentable cuanto, como a creyentes, se nos ha venido predicando a lo largo de los siglos sobre el pecado y el infierno, conceptos ambos que deberíamos borrar de un plumazo del diccionario de la salvación. De ahí que donde hay fe, entendiendo por tal no una mera creencia sino una forma de vida, hay salvación en todo cuanto es y perdure el ser humano.

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Por el contrario, cuando se carece de ella y uno se ve obligado a tejer su cesto con los únicos mimbres que le aporta la vida, su turbulento y accidentado discurrir aboca inexorablemente a la amargura de un final indigesto para la mente hasta cuestionarse si merece la pena vivir un puñadito de años que, sean muchos o pocos, pasan en un santiamén. Puro asco y hastío. Hablo de turbulencias y accidentes que también azotan al creyente, con la diferencia de que este ve en todo ello el único infierno real al que debe hacer frente. Infierno, sin embargo, de arrepentimiento y conversión, que pone cada cosa en su sitio, equilibrando el fiel de la balanza de la justicia insobornable. La vida, en vez de mostrarse entonces como el mísero paraíso del incrédulo, se configura como cruz redentora.

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