A salto de mata - 33 El rostro de Dios

Antropomorfismo misional

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Confieso que en la oración que elevo al cielo cada día tengo presente al grupo de personas que me están ayudando a descubrir el auténtico rostro de Dios. Lo hago porque estoy convencido de que me prestan un inestimable servicio. Aunque se trate de un servicio difícil, a bote pronto podría referirme explícitamente por lo menos a una docena de las personas de mi entorno, vivas o muertas. No digo que sean “santos”, porque eso lo somos todos por una herencia divina irrenunciable, sino espejos relucientes de la divinidad. La mayor dificultad estriba en la garantía de la autenticidad del rostro que se busca y se quiere contemplar. Para Jesús, pongo por caso, ese rostro era el del Abba, “padre” en término cariñoso y familiar, con resonancias hogareñas. Si ya de por sí, según cuentan los entendidos en la materia, es sumamente difícil “retratar” a Jesús para pintarlo o encarnarlo en personajes de películas, pongo por caso, ¿qué cabe decir del rostro de Dios? Seguramente el Dios de nuestra fe no tiene ningún rostro, por más que nosotros necesitemos imaginarlo de alguna manera para poder dirigirnos a él, invocarlo y charlar amigable y confiadamente un rato.

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Pero nuestra fantasiosa imaginación no tiene límites. Lo digo porque hemos ideado un venerable anciano de barba blanca que, contemplándose y amándose a sí mismo, trifurca su personalidad siguiendo el cauce de dichas acciones hasta convertirse en Trinidad dogmática. En efecto, hemos convertido la idea que se forja de sí mismo en Unigénito (Hijo) y el amor propio en Espíritu Santo, por lo que mágicamente el Dios Uno se convierte o descompone, por así decirlo, en tres personas, como tres copias de una sola naturaleza. Hoy, gracias a las fotocopiadoras, tenemos más fácil ese desarrollo al convertir un folio en cien distintos, todos con el mismo contenido. Este ejemplo o metáfora de la fotocopiadora vale lo que vale y, por extraño que parezca, tiene tanta fuerza como el concepto de persona al verter sobre Dios un antropomorfismo coherente que sea significativo y nos aporte alguna luz.

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Desde luego, se trata de una muy audaz elucubración que no solo ha hecho correr ríos de tinta, delimitando ortodoxias, sino también de sangre y gritos de dolor, encendiendo terribles hogueras. Tras ello, nos hemos quedado tan panchos, férreamente parapetados en una Trinidad todopoderosa. Ni que decir tiene que, precisamente por ello, nos consideramos sumamente perspicaces e inteligentes, pues hemos sido capaces de explicarnos cómo Jesús de Nazaret es también Dios. Claro que, con un bagaje como ese, tendremos sumamente difícil explicarle al atribulado hombre de nuestro tiempo, el único al que se dirige y en el que se condensa nuestro quehacer misional, qué tipo de salvación le ofrecemos. ¿Sabemos realmente los cristianos lo que ofrecemos al predicar la salvación?

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Como en cuestiones divinas no nos queda otra que andar a tientas, nada más natural que tiremos de antropomorfismos para no quedarnos colgados del aire o enclaustrados a cal y canto. Sin duda, para referirnos a Dios, el hombre es la mejor metáfora a la que podremos sacarle partido. ¿En qué otro ser o materia podríamos apoyarnos para tan osado cometido? Y, claro está, adentrándonos por ahí es posible que, sin alumbrar vías de trinidad y desplazándonos por senderos de mejoras permanentes, no erremos el camino para acercarnos a su figura y para perfilar el tipo de salvación que ofrecemos a los hombres de nuestro tiempo. Claro está que para emprender ese camino es preciso no perder nunca de vista el objetivo, el hombre mismo, que corre siempre el peligro de difuminarse o diluirse en las formas de vida o culturas en que necesariamente vive, muchas de las cuales pueden parecernos a simple vista no solo incomprensibles, sino también repulsivas. ¡Qué difícil nos resulta muchas veces aceptar como de pleno derecho lo diferente!

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La cosa no puede estar más clara, pues, tras haber reconocido la insondable divinidad de Jesús, resulta que él mismo, como juez supremo, emite un juicio inapelable sobre nuestras propias conductas al asegurarnos que la salvación (sentido de nuestra vida, no arribada a un supuesto más allá gozoso) se mide rigurosamente por cómo nos comportemos con los hermanos. ¿Razón? Porque nuestro excelso e inalcanzable Dios trinitario se nos muestra en cada ser humano como hombre necesitado para que lo cuidemos y amemos. Y así, a fin de cuentas, todo hombre es o debe ser Dios para nosotros, porque todos somos niños sumamente necesitados. Salvarse significa, en definitiva, echar una mano a Dios, socorriéndolo en cada ser humano.  El Dios de nuestra fe se “encarna” en todos y cada uno de los seres humanos. Digo bien “todos” porque, al identificarlo el Evangelio expresamente con el hambriento, el sediento, el enfermo y el aherrojado, resulta que todos los seres humanos, incluso los más poderosos y ricos, necesitamos, cuando menos, tiempo y sentido de la vida, dos necesidades fundamentales muy lacerantes.

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¿Cómo afrontar debidamente tan deslumbrante hallazgo y compartir generosamente tan fecunda convicción? A quien sabe y saborea que tiene a Dios al alcance de su mano en la persona de cuantos se cruzan en su camino solo le cabe compartir tan hermosa propuesta de salvación con gozo explosivo, con alegría contagiosa. En cada ser humano podemos socorrer, bendecir y mimar a nuestro Dios. Por el contrario, quien no ve en el hombre más que el ser andrajoso que tiene delante, procurará aprovecharse de cuantas oportunidades le ofrece como rapiña o explotación. Son visiones del hombre dispares, diametralmente opuestas. Quien lo explota, dormirá con el amargor de una avaricia insaciable; quien lo sirve, con la gloria de la corona de lo hermoso y bien hecho. El ser cristiano, por difícil que resulte seguir las huellas de Jesús, aporta al creyente el mayor de los bienes a que un ser humano puede aspirar en esta vida: a encontrarle sentido y destino a su propia vida. El "reino de los cielos" está ya aquí; la creación es ya gloriosa de por sí; el "paraíso terrenal" no estuvo al principio de la andadura humana, sino que es construcción lenta de esa misma andadura.

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Toda religión se refiere a Dios. La dimensión religiosa del hombre se refiere al trato con los dioses. El Dios de los cristianos, según una tradición muy arraigada en la conciencia de muchos creyentes, es excelso, arcano, inasible, un misterio insondable. Ese es, sin embargo, un Dios que no interesa; es más, ni siquiera puede interesarnos porque no está a nuestro alcance. Pero sí lo está, y muy de lleno, Jesús de Nazaret. Y si bien este se nos pierde en las nebulosas de la historia, resulta que, solo por fe, lo encontramos muy vivo en cada uno de los seres humanos con quienes nos toca compartir necesariamente la vida. La fe cristiana se reduce, por ello, a la cuestión crucial de ver a Jesús en ellos o no verlo, de valorar a cada ser humano como encarnación personal intransferible del Dios que amamos y a quien queremos servir o como un competidor que trate de cortarnos el paso, como un enemigo al que es preciso abatir o como una máquina que se puede explotar fácilmente.

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En definitiva, la gran cuestión de Dios es, básica y fundamentalmente, la cuestión del hombre. Formar parte en el último juicio de las ovejas que se salvan significa ver las cosas de esa manera. Condenarse, en cambio, todo lo contrario, si bien, justo es precisarlo, no se tratará de una condena eterna (insisto en que nada sabemos de la eternidad), sino de la que inevitablemente se padece a lo largo de la vida. De nada nos sirve a los cristianos discutir de Dios cuando la cuestión irrenunciable es el hombre. En última instancia, no se trata de que Dios sea como un hombre, sino de que el hombre sea como Dios. Los cristianos somos depositarios y portadores de la más gozosa y estimulante verdad: cada hombre con el que nos cruzamos en nuestro camino es Dios y como a tal debemos tratarlo socorriéndolo, llenando sus vacíos, amándolo, mimándolo. Ningún otro sistema de pensamiento o cultura podrá presentarnos una razón de vivir y un destino como ese, por deficiente que sea nuestra predicación y por muy inconsecuente que sea nuestra conducta.

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