Desayuna conmigo (lunes, 27.7.20) La vaca no da leche
Hasta reír es laborioso
Hace unos días un amigo me enviaba un sorprendente y trascendente mensaje por WhatsApp de candorosa simplicidad, como buen consejo de un padre a su hijo. Su apodíctica moraleja lo hace tan ilustrativo que no me resisto a transcribirlo:
“- El secreto de la vida es este: la vaca no da leche. - ¿Qué dices?, preguntó incrédulo el muchacho. - Tal cual lo escuchas, hijo: la vaca no da leche. Hay que ordeñarla. Tienes que levantarte a las cuatro de la mañana, ir al campo, caminar por el corral lleno de excrementos, atar la cola y las patas de la vaca, sentarte en el banquito, colocar el balde, y hacer el trabajo del ordeño”.
Y el padre mismo expone acto seguido la moraleja que nos interesa: “Ese es el secreto de la vida: la vaca, la cabra o la llama no dan leche. Las ordeñas o no tienes leche. Hay una generación que piensa que las vacas dan leche; que las cosas son automáticas, fáciles y gratis. Deseo, pido y obtengo. Pero la realidad es que la felicidad es el resultado del esfuerzo y que la ausencia de esfuerzo genera frustración e ignorancia”.
Prácticamente, la moraleja deja las cosas muy claras para quien tenga oídos prestos a oír. Por lo general, los padres y los abuelos tendemos a ser excesivamente protectores de nuestros hijos y nietos hasta el punto de que nos gustaría ahorrarles preocupaciones, esfuerzos y sudores. Llevado a sus últimas consecuencias, tan honroso deseo nos convertiría realmente en depredadores de vidas ajenas porque equivaldría a robarles sus vidas, a querer vivirlas nosotros mismos. Lo digo porque toda vida que se precie es precisamente eso: preocupación, esfuerzo, sudor. No es cuestión de que nuestros hijos y nietos tengan lo que tan generosamente queremos regalarles, sino de que lo consigan ellos mismos, eso sí, con nuestra ayuda. La cosa está muy clara: para tener leche no basta con tener una vaca, hay que ordeñarla.
Paralelamente, hay toda una pléyade de empresarios y políticos, por nombrar solo dos de los polos más determinantes de nuestra actual vida social, que también cree que el dinero se produce en los árboles y que solo hay que darle a una maquinita para tener cuantos billetes sean precisos. Pero la verdad, tozuda y exigente, es que cada euro del presupuesto nacional ha sido conseguido con el sudor de alguien, razón por la que quien se apodera de él para despilfarrarlo o malgastarlo comete una gran traición. Si los europeos, pongamos por caso, nos van a dar setenta mil millones de euros, los españoles tendremos que demostrarles que no los vamos a gastar en fiestas y jolgorios varios, sino en resolver problemas y carencias que no solo saquen a España de su colapso económico, sino también en afianzar los cimientos del ente común que es Europa como conjunto de pueblos que emprenden un único camino para beneficio de todos.
Nada en la vida es gratis. Sí, ya sé, hay muchos que así lo creen y, además, suelen tener suerte para vivir sin dar golpe. Pero la verdad es que son parásitos y que lo que ellos llaman “vivir” no tiene nada realmente de vida, dado que el primer fundamento de todo viviente consciente es sentirse útil a la comunidad en que su vida nace y crece. Cuando, al inicio del verano de 1970, llegué a Nueva York tenía tal concepto de la riqueza americana que me parecía que iba a encontrar billetes tirados en las calles, pero no tardé en despertar de mi paleta ilusión: en connivencia con los cocineros del hospital donde trabajaba, pronto comencé a quitarles el hambre a algunos neoyorkinos desheredados de la fortuna con lo sobrante de las comidas del hospital.
Gran moraleja la de ese hermoso mensaje para abordar los desafíos del coronavirus, polizón hábilmente camuflado en algún viajero despistado que ha “ocupado” nuestro país (y tantos otros) y al que no se le ven deseos de dejarnos en paz para irse a dar la lata a otra parte. Desalojarlo será solo el fruto de un sostenido esfuerzo colectivo bien orientado, que aúne las fuerzas profesionales de políticos y sanitarios con el proceder disciplinado de todo el pueblo. De otro modo, a la vista está, en el pecado llevamos la penitencia.
Para completar la visión de la vida que nos procura el desayuno de hoy, asomémonos un momento a dos panoramas en los que el esfuerzo humano es el timón de los desarrollos. Hace ochenta años, un día como hoy de 1940, hizo su debut oficial Bugs Bunny, el gracioso conejo que tantas risas ha provocado y al que, junto con Mickey Mouse, TV Guide eligió en 2002 como el dibujo animado más grande de todos los tiempos. El espacio disponible no nos permite detenernos en sus orígenes, su personalidad y sus desarrollos, tras todo lo cual hay gran ingenio y esfuerzo humanos, porque hacer reír quizá sea una de las profesiones más difíciles debido a que la vida, que tan fuertemente nos ancla al suelo, desmonta fácilmente las ilusiones.
El segundo panorama de esfuerzo y trabajo nos lo dibuja Rosa Chacel, escritora de la generación del 27, que murió un día como hoy de 1994. Tampoco el espacio nos permite adentrarnos en las peripecias de la vida y obra de esta pucelana de pro, cuya luminosa personalidad planea sobre Valladolid, ciudad en la que nació al terminar el s. XIX y de cuya universidad es Doctora Honoris desde 1989. Se trata de una "rosa" que adorna no solo la ciudad que sepulta su cuerpo y ennoblece su nombre, sino también la condición femenina de toda mujer que se precie.
Quedémonos hoy con que “la felicidad es el resultado del esfuerzo y que la ausencia de esfuerzo genera frustración e ignorancia”. Por ello, podemos decir claramente que ser cristiano es muy laborioso, tanto que exige cargar con una pesada cruz y seguir los pasos de un ajusticiado por caminos escarpados, incluso aparentemente intransitables. Pero no es imposible para quien se propone llevar una vida honesta y fructífera “ordeñar la vaca”, “hacer reír” y “contar una bonita historia”, cosas que se dan todas juntas y al mismo tiempo también en el cristianismo. Los cristianos, bien mirado, somos ricos y alegres y, además, estamos ilusionados. Si algo de eso nos falta es síntoma claro de que vamos flojos de remos, de que en algo fallamos.
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