La mies es mucha y los obreros pocos
La misión es inherente a la vocación cristiana. Por eso el despertar vocacional a cualquier estado de vida (laical, religioso o sacerdotal) no puede menos que ir de la mano de un despertar misionero para realizar la tarea encomendada por Jesús: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos” (Mt 28,19).
Todos estamos llamados a reflexionar sobre la dimensión misionera de nuestra vida cristiana y a promover las vocaciones misioneras en todos los lugares y circunstancias en que nos encontremos. Es verdad que la vocación es don de Dios y en ningún momento podemos creernos artífices de la misma. Pero también es verdad que Dios cuenta con cada uno de nosotros para hacerse presente en la vida de los demás y todos somos instrumentos para que su llamada llegue a muchos corazones.
Porque ¿cómo invocarán al Señor sin antes haber creído en Él? Y ¿cómo creerán si no hay quien predique? (Rom 10, 14). En efecto, si no se anuncia el evangelio, si no se promueve la misión, si no se buscan los medios para sostener la vocación misionera no se podrá contar con las fuerzas suficientes para llevar a cabo la tarea evangelizadora de la Iglesia. Como dice la carta a los Romanos “la fe nace de la predicación y la predicación se arraiga en la palabra de Cristo” (10,17), es decir, el anuncio del evangelio está llamado a suscitar (en cierto sentido, porque como ya dijimos la vocación, la fe, es don de Dios) la fe de los destinatarios, a fortalecerla, a hacerla crecer y a que se convierta en un don recibido que fructifica. De esa manera toda persona evangelizada está llamada a convertirse en anunciadora del mismo evangelio que ha recibido. Más aún, el don de la fe, la vocación misionera, crece en la medida que se comparte, se fortalece en la medida que se pone en acto, madura en la medida que se practica y se vive.
La parábola de los talentos (Mt 25, 14-30) expresa con mucha claridad el dinamismo que la vocación misionera supone. Allí se nos narra que un hombre al partir a tierras lejanas llama a sus servidores y reparte cinco talentos a uno de sus siervos, dos a otro y uno al último, encomendándoles su cuidado. Pero cuando regresa a tomar posesión nuevamente de sus bienes, llama a sus siervos para pedirles cuenta de los talentos recibidos. El que tenía cinco talentos le devuelve diez, el que tenía dos le devuelve cuatro pero el que tenía uno le devuelve el mismo talento explicándole que tuvo miedo porque conoce que su señor es exigente y por eso abrió un hoyo en la tierra para esconder el talento y ahora se lo devuelve. La reacción del amo muestra con claridad en qué consiste la dinámica del reino. A los dos primeros los alaba por su capacidad de fructificar los talentos recibidos pero al que escondió el único talento encomendado, lo reprende con dureza: “siervo malo y flojo” y además le quita el talento, se lo da al que tiene más y lo manda fuera de su vista.
Pues bien, la vocación cristiana que es a su vez misionera, ha de dar verdaderos frutos. No se puede contentar con llevar una vida organizada, cumplidora del deber, centrada en la legalidad y el rito. Ha de ir más allá. Ha de ponerse en camino para llegar a todos los que no han oído hablar de Cristo. Con su testimonio y su palabra explícita, ha de comunicar la buena noticia de la presencia del Resucitado. Pero sobre todo ha de mantener la vitalidad y audacia de los primeros cristianos. Vitalidad por la fe renovada cada día en la oración, el compartir de bienes y la mesa compartida. Audacia para anunciar un mensaje a contracorriente de las lógicas sociales imperantes, para compartir el evangelio de Jesús que no claudica ante ningún principio que no tome como norma y medida la dignidad del ser humano y los medios adecuados para garantizar la vida de todos los hijos e hijas de Dios.
Por tanto, la vocación misionera nos compromete con el anuncio del evangelio pero también con el sostenimiento y apoyo de nuevas vocaciones misioneras. No hay que ahorrar esfuerzos en esa tarea y todo lo que hagamos resulta poco en comparación con la magnitud de la obra que se nos confía. Revisemos, pues, nuestro compromiso misionero y trabajemos con generosidad para que muchas más personas respondan a este llamado, porque “la mies es mucha y los obreros pocos” (Mt 9,37).