El anticlerical.

Tocaría hoy hacer balance del año que termina, pero mentes más conspicuas  como Pere Aragonés o Echenique lo han hecho ya, con lo cual nos ahorran el esfuerzo de hacer el escrutinio para llegar a lo mismo,  que todo va como la seda, que en España no hay inflación ni paro, que la justicia, al fin, va a preservar  nuestras vidas de corruptos y disgregadores, que tenemos el mejor gobierno de los últimos cuarenta años y que todo es un mar de progreso y felicidad. Así que dejamos estos asuntos que no merecen mayor indagación para incidir en otro de menor entidad.

Terminábamos ayer con la referencia al anticlericalismo. Nadie que se precie de ser persona puede caer en la degradación de ser anticlerical y alzarse, como sucedió en tiempos no tan pasados, contra el estamento de los clérigos y asimilados. Dejando esto sentado, es preciso hacer una distinción, porque una cosa son los trabajadores de lo sacro y otra bien distinta el trabajo al que se dedican.

El anticlericalismo no es un concepto unívoco, porque en una gradación muy variada va desde los furibundos sanguinarios hasta, incluso, creyentes que desearían otra estructura eclesial. Y entre medias,  la frase tonta de algunos: “Yo creo en Dios pero no creo en los curas”.  ¿Pero quién te proporciona a Dios sino los curas?

Los clérigos son personas, viven de un oficio,  se entregan a una burocracia que les sustenta… y deben “hacerlo bien”. De hecho, la inmensa mayoría cumplen satisfactoriamente con su trabajo y muchos con creces, pensando en la labor social a la que algunos se entregan. Por lo tanto merecen respeto, tolerancia y, por ambas partes, sujeción a las leyes. 

Dicho lo cual, la pregunta es procedente como segunda parte de la distinción: ¿a qué oficio se dedican? Recuerdo ahora aquella denuncia presentada por Luigi Cascioli en el año 2002 contra un párroco llevado a juicio por propalar falsedades en su doctrinario dominical, que llegó a los tribunales de Viterbo, luego Roma e incluso a los de Estraburgo.

No sé en qué terminó el asunto,  aunque los estados o situaciones de hecho son asaz difíciles de cambiar y no dependen de fallo judicial alguno.  Por más que los papas de Estrasburgo digan y sentencien, las cosas pegadas a la fe no cambiarán de la noche a la mañana. Lo de Cascioli no fue sino una “boutade” pletórica de voluntarismo, algo parecido a la actual ley “sisí” de una indocta voluntarista a la que asesinadas y violadores se le amontonan.

Pero dejando aparte exabruptos en forma de denuncias, seguimos defendiendo, más bien pensando y propalando, que la labor propagandística, conceptual y dogmática, a la que párrocos y sucedáneos se dedican como doctrinarios del credo, es la de pregonar verdades no confirmadas, infundios,  leyendas, fábulas… que con verbo encendido enmascaran como verdad certificada.

Y lo grave, que su palabra induce a fieles en general, niños sobre todo, pero también a público indocto o no suficientemente crítico, a asimilar su doctrina como verdad.  

¡Cuidado, no nos referimos a aquellos aspectos morales o éticos defendibles en su predicación sino a las verdades enunciadas en “credos”!  Tampoco echaríamos en el mismo saco su presencia obligada como mantenedores de un patrimonio que no puede desaparecer. Y como encargados de tal patrimonio, de él deberían también vivir. En ese sentido, percibir honorarios  por acceso a tales joyas y por ser guías de tales monumentos, es de justicia que así sea.

En consecuencia y atendiendo a esta segunda distinción de que hablamos, el suyo es un oficio “a extinguir”, como se dice de algunas oficinas o puestos de trabajo que ya no tienen función estatal ninguna. Es el caso de los capellanes castrenses. Desaparición que ha de venir por ley biológica, que no por legislación política ni por la mano de revolucionarios obtusos. Es el  tiempo el que vendrá a realizar la labor profiláctica y a la par sanatoria.

Hurgar en los efectos nocivos que ha tenido el anticlericalismo exacerbado y revolucionario en nuestra propia historia, causa realmente horror. Y, sobre todo, sabiendo que se cebó en gente pacífica e indefensa, pensaran lo que pensaran y apoyaran a quien apoyaran. Y todavía los hay que lo justifican.

Por fortuna, ya no existe ese clima de animadversión, precisamente porque es hecho constatado que la religión, poco a poco, se va recluyendo en sus cuarteles de invierno y no precisamente a la espera de mejores tiempos, porque este invierno no parece que vaya a tener primavera.

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