Sobre ateos y gente de mal vivir.
| Pablo Heras Alonso.
Sigo constatando en ciertos comentarios la reiteración del término “ateo” como definición de aquel que se enfrenta a creencias secularmente admitidas… perdón, admitidas desde su más tierna infancia, por supuesto la suya, la del que escribe tal dardo gráfico. Vuelvo a insistir, aunque sé que inútilmente, que nadie es ateo por contradecir las creencias en “determinado” dios (en este caso el “Dios católico” o cristiano). ¿No hay otras concepciones de ese Dios? Yo, hace días, propuse otra. Ah, ya, tal concepción echaría por tierra el tinglado burocrático de la fe.
Si nos retrotraemos a siglos pasados y muy pasados, el término “ateo” tiene un significado excesivamente amplio que puede resultar clarificador. Aunque el prefijo a- (ἄ-θεος) implique negación, el concepto “ateo” no llegó a tener un significado positivo hasta el siglo XVIII, cuando se torna pensamiento filosófico que deriva en movimientos políticos. Léase Ilustración, deísmo, masonería y similares.
Ni la palabra ateo ni el ateísmo como pensamiento es privativo del cristianismo como movimientos contrarios a él. Aunque es de suponer que el ateísmo también se diera en épocas anteriores, sin embargo sólo de Grecia se conoce documentalmente tal movimiento, hacia el siglo VI a.c.
Si por ateísmo se entiende “negación de dios”, no podríamos encuadrar en esa categoría a muchos que fueron en su momento condenados por ello: Sócrates no era ateo, ni Epicuro, ni Protágoras... No es lo mismo negar a Dios que abstenerse de opinar sobre él o decir que “eso” no es Dios.
El ecléctico Cicerón en su libro “De natura deorum” ofrece una interesa visión de lo que en su tiempo se opinaba sobre los dioses (no merece la pena perder el tiempo en su lectura). Sin embargo Cicerón no se decide ni se inclina, simplemente remite a opiniones y argumentos. Y por supuesto, admite la existencia de dioses. Citamos a Cicerón porque en ese libro se muestra un amplio espectro de opiniones “ateas” entre los pensadores griegos.
Con la época de los filósofos griegos, convivía el dios judío Yahvé, que es el dios de Abraham, de Jesús y de Mahoma. El dios de los griegos era un dios de la inteligencia, de la razón, la deducción. El segundo, el judaico, presupone el dogma, la revelación y la obediencia. El dios de Abraham es también el de Constantino, el de los papas y el de los príncipes guerreros, los de las Cruzadas y los sempiternos contendientes por los territorios de Europa, tan poco cristianos ellos.
Vino luego el dios que es causa sin causa, primer motor inmóvil, el de las armonías preestablecidas, es decir, pruebas cosmológicas, ontológicas o físico-teológicas. Otra construcción extravagante que fue volatilizada por pensadores posteriores.
En ese mundo teísta cualquier disensión era considerada “ateísmo”. Terribles tiempos aquellos que son un largo lapso de tiempo desde el siglo II (cuando aparece el término “ateo”) hasta casi nuestros días. Hoy es más el desprecio montaraz que los creyentes dirigen hacia los ateos, pero el recuerdo de otros tiempos sigue presente en el ánimo del pueblo.
Miguel Servet fue quemado vivo por una opinión tangencial sobre la Trinidad insertada en un libro sobre la circulación de la sangre. Chocó con Calvino, tan sádico como los actuales ministros del Estado Islámico. O los jueces eclesiásticos de Roma.
Julio César Vanini escribió un libro de tan larguísimo título como Anfiteatro de la eterna Providencia divino mágica, cristiano física y no menos astrológico católica, contra los filósofos, los ateos, los epicúreos, los peripatéticos y los estoicos. Año 1615. Pues aun siendo sacerdote y residiendo en Toulouse, una ciudad algo más tolerante que Roma, le cortaron la lengua, le colgaron y después lo quemaron. Había frivolizado con argumentos filosóficos cercanos al panteísmo sobre el modelo político imperante, Dios. A pesar de escribir contra los que cita, él mismo fue considerado ateo. ¡O témpora, o mores!
Por no alargarnos más, hemos citar a otro ateo célebre, Baruk Spinoza. Simplemente porque no seguía al pie de la letra el creo judío ortodoxo. Los “parnassim”, autoridades judías de Amsterdam, lo acusaron de horribles herejías y mala conducta. La comunidad creyente judía añadió muchos más delitos. Lo que cayó encima de Spinoza tras el anatema ya es otra historia: exclusión de la comunidad, maldecido por todos, prohibido hablar con él y acercarse a menos de dos metros de él, nadie podía prestarle servicio alguno, escritos quemados, su nombre raído de la faz de la tierra “in aeternum”.
¿Pero eran éstos, ateos? En modo alguno. En ninguno de sus escritos niegan la existencia de Dios. Se les acusaba de otras cosas, sobre todo no pensar como los designados por Dios para pensar por los demás.
En el fondo, al perseguir al ateo lo que se busca es condenar el pensamiento libre. Y en éstas siguen hoy día los buenos creyentes y los que piensan por ellos. ¡Que yo no soy ateo, no me echen a la hoguera de las “vaciedades”!