La lectura de libros "malos".


Voy en el "Metro". Miro alredor o observo que hay muchos leyendo un libro, bien es verdad que son mayoría los que van ensimismados con su teléfono. Alguna vez he visto a alguien con la Biblia (sería "testigo de Jehová"). Parece que no, pero hoy se lee mucho. Bastante más que hace decenios, tanto porque hay más cultura como porque hay más facilidad para encontrar lecturas interesantes. Libros asequibles, bibliotecas públicas...

Durante mucho tiempo, exacta y oficialmente desde 1559 hasta ¡1966!, existió el “Index librorum prohibitorum”. Similar a "eso", todavía guardo un grueso y delicioso volumen , “Lecturas buenas y malas” de Garmendia de Otaola editado en 1944, con una recensión de “casi” todas las obras publicadas hasta entonces y su correspondiente reseña, enjundioso por demás.

Antes de seguir recordemos, en leve digresión lingüística, la diferencia entre epíteto y adjetivo, sea éste calificativo o determinativo: no es lo mismo “un libro malo” que “un mal libro” a la par que un “libro malo” lo puede ser por su contenido o por su redacción. Hoy los "libros malos" lo son por ser "malos libros": su contenido siempre puede tener algo bueno si abren los ojos al lector.



Leer un libro “malo” era considerado pecado y había que confesarse de ello. ¡Qué sublime deliquio!. Alguien dijo que no hay libro malo que no contenga alguna cosa buena; ahora se podría añadir que ni siquiera los de San Alfonso María de Ligorio. ¡Cuánta procacidad en su Teología Moral!. Los libros piadosos lo más que provocan ya es “hartura”, pero siempre puede haber una frase ingeniosa, una figura poética elevada, un pensamiento original, una idea que provoque la carcajada.

¡Cómo no seguir leyendo a Luis de Granada, Juan de la Cruz, Teresa de Cepeda, Luis de León, Agustín de Hipona, Bernardo de Claraval, Ramón Llull, Juana de la Cruz o incluso las empalagosas epístolas de Juan de Ávila! ¿Motivo? La sublime literatura que utilizan. En este caso, el fondo no debe despreciar las formas. Es triste que la “actitud previa” haga que lo que son pensamientos para unos, para otros sean “basura”, porque tal es el calificativo que unos dan de los otros.

Un ejemplo. Este verano he prestado a una prosélita no confesa del Opus un libro de una escritora originaria de su mismo pueblo. Leídas las primeras páginas, me lo ha devuelto: contenía escenas eróticas. Tampoco puede asomarse a series televisivas como Carlos V por esas lascivas escenas que en ella se muestran.

Los crédulos tutelados tienen alarmas especiales que saltan y precaven contra las malas lecturas, coladero del demonio en el alma de los fieles hijos de Dios. Como madre solícita que trata de aislar a los niños de “las malas lecturas”, así la Iglesia con sus hijos. A algunos, a fuerza de apartarles de las malas les han apartado de todas.

Bien saben los Jerarcas que Luzbel fue precipitado a los infiernos por un pecado de pensamiento, calificado de orgullo. ¡Quiso ser como Dios por el conocimiento! ¡Qué como Dios: quiso ser Dios!


Aparte: ¿Pero qué nos importaban a nosotros esas luchas intestinas en esferas del espíritu si todavía no habíamos sido creados? ¡Es la concreción más genuina de poner la venda antes de la herida! Como existe el mal, hay que encontrarle causa. Pero las preguntas alborotan el casquete neuronal: ¿cómo pudo crear Dios seres espirituales “imperfectos”, crearles con el germen de la rebeldía? ¿Era Dios imbécil? ¿O cómo un ente espiritual, “per se” inmutable, pudo trocarse esencialmente distinto?¡Qué maravillas produce la credulidad!.


Volvamos al pecado “luzbelino”. ¿Pecado de orgullo por un pecado de pensamiento? ¡Pero si sólo el que piensa puede estar orgulloso! Si lo trasladamos a los humanos, cualquiera se sentiría complacido al saber que el estamento clerical le pudiera asociar a tan insigne personaje, Luzbel, por escribir lo que escribe y saber que en tal o cual frase que uno diga se pueda esconder la llave que libere de credos no muy creídos a algún crédulo no muy convencido.

La “creencia” es un mal que afecta a determinadas zonas cerebrales y en determinados momentos del día, sobre todo de la noche. Es un mal momentáneo, pero persistente que no se erradica con facilidad. Menester le es al hombre suspirar por la verdad, la verdad en todo. Tiene para ello un arma poderosa, su razón, cuyo alimento más consistente son los libros. Considere el crédulo que la razón no es mala porque piense y dude; y si argüimos con sus mismas prédicas deberíamos recordarles que no puede ser mala siendo una potencia del alma creada por Dios! ¿Se la ha dado para no usarla?

Lo malo es que la razón también funciona por actos reflejos y es capaz de percibir “camelo” donde la Jerarquía Docente pone “caramelo”.

Encontrar la verdad exige una “actitud intelectual” previa: la imparcialidad. Con aquello que va “en contra de”, siempre habrá quienes asientan porque “están en la misma onda” y siempre habrá quienes disientan por desapego racional. Rondando el castillo del juicio siempre se encuentran el prejuicio o el perjuicio. Ninguno de los dos sacará nada en limpio: sin esa obligada desafección intelectual, que somete a la consideración propia los juicios de los demás, la inteligencia seguirá virgen e infecunda.

A la incomodidad de la preñez, al dolor del parto, al dolor de pensar, le sigue la alegría de una nueva vida y la satisfacción de decir “esto es carne de mi carne”. Si uno es capaz de leer, disentir y decir por qué disiente, ya es digno de entrar en el reino de los desvelos. Al lector se le exige siempre una postura excluyente, la de decir “pues tiene razón” o decir “esto es una sandez”. No es necesario que vengan mentes ojerosas a decir lo que está o no está bien.

¡Cuántas veces mi razón se rebela ante homilías preñadas de sandeces! No es válida la indiferencia ni el diletantismo, incluso ante un “libro malo”, dado que todo libro responde a posturas vitales y la vida jamás es indiferente.
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