En contra o al margen: ¿descristianización o separación? 1
A la bula "Unam sanctam" responde el rey con la prisión del bocazas que tales barbaridades afirmaba. Hoy Francisco apenas si dice que no hay que arrancar flores.
| Pablo HERAS ALONSO
Ha sido una constante desde siempre, cuando la religión lo dominaba todo o cuando la religión se constituyó como una sociedad en paralelo con la civil. Parece que la historia de la humanidad ha sido una lucha sorda y constante entre dos modos de entender el mundo, con el añadido de la formación de estructuras sociales, burocráticas, más o menos enfrentadas, más o menos tolerantes la una con la otra: la formación de los estados civiles y la construcción de sociedades religiosas.
Por una parte, los conceptos; por otra las instituciones. E incrustadas en unos y en otras, los individuos “al margen”, los inadaptados, los críticos, los sedicentes libres. La religión ha pretendido, siempre, inundarlo todo, acaparar puestos y poder, impregnar las conciencias, alzarse con el santo y seña de la vida. Frente a ella, los estados y los librepensadores.
¿Y ha sido siempre así? Sí, siempre ha sido así... siempre que no estuvieran en juego la vida y las haciendas. ¿Y cuándo el hombre se sintió con fuerzas para desligarse de la férula creyente? ¿Hemos llegado, al fin y en nuestro tiempo, a superar la sujeción, la dictadura pía?
Individuos ajenos a la religión o críticos de ella, siempre ha habido. Desde que tenemos referencias escritas, conocemos hasta sus nombres. En Grecia había una religión oficial que regía tanto lo que había que creer como la moralidad. Desviarse de ella era caer en la impiedad. Y el estado imponía el óstracon necesario contra quienes pervirtieran a la juventud. Recordemos los nombres de Sócrates, Protágoras, Anaxágoras, Friné, incluso Aristóteles, huido de Atenas, al que se le atribuye la frase aquella de “no quiero que los atenienses vuelvan a cometer un crimen contra la filosofía”.
No vamos a entretenernos en hablar de individuos cuando era la sociedad entera la que condescendía, aceptaba o se sentía protegida por la casta religiosa: Egipto, Grecia, Roma, Edad Media... Durante siglos la religión vivió en simbiosis necesaria con el poder estatal.
La caída del Imperio Romano propició, entre otras cosas, el surgimiento de los estados, cada uno tratando de conservar la estructura de poder heredada del Imperio. Y los estados o más bien los reyes que encarnaban tanto la autoridad emanada de Dios (Paulus dixit) como el poder que el pueblo les confería, se sintieron con fuerzas para ponerse a la altura del otro poder, también terrenal, pero auto concedido... ¡por Dios! El poder del papado.
El siglo XIV fue un siglo de grandes perturbaciones “mundiales”. La peor de todas, la “peste negra” de 1348. La historia de España nos bastaría para entender el marasmo político y social ocurrido en este siglo. Pero a la par que las calamidades, surgía otro espíritu. Alguien ha dicho que en el siglo XIV murió la Edad Media. Pero yo añado: sin nacer el Renacimiento.
El apresamiento y encierro en Anagni de Bonifacio VIII por parte del rey de Francia Felipe IV el Hermoso tuvo que conturbar a toda la cristiandad (año 1302) Por más que Bonifacio protestara con la bula Unam sanctam, de poco le sirvió. Murió ¿de rabia? al poco de ser liberado. Chocaron dos personalidades, por supuesto, pero también chocaron dos concepciones del mundo. Recordemos, también, que fue el rey Felipe IV el que consiguió la disolución sangrienta de la Orden de los Templarios (1307).
El siglo XIV marcó un antes y un después en el tira y afloja entre el poder del estado y el que hasta entonces había sustentado el papado de Roma. Un nuevo o coetáneo escándalo para la cristiandad fue lo que comenzó en 1305 y duró hasta 1378: el destierro o retiro de los papas en Avignon con el subsiguiente cisma de Occidente (1378-1417). Dos crisis seguidas que mermaron y quebraron la credibilidad temporal de los papas. Nada volvió a ser lo mismo y tuvo sus consecuencias.
Estos fueron “hechos”. El “espíritu” todavía era cristiano, creyente, piadoso. No había otro. No se discutía lo que había que creer, sino el poder temporal del papado. Sin embargo lo ocurrido propició que comenzaran a entenderse los asuntos humanos como humanos, sin que la fe tuviera que decir algo al respecto. De momento la pugna quedaba en las testas coronadas.