¿En contra o al margen? ¿descristianización o separación? – 2
| Pablo HERAS ALONSO
El siglo XIV supuso el final de toda una época, la quiebra del pensamiento, la futilidad de todo lo humano, el derrumbe de todas las seguridades, la desconfianza hacia sistemas de creencias providencialistas. Dios había dejado de su mano a la humanidad. Nada servía, ni rezos, ni penitencias, ni rogativas, ni ayunos o disciplinas... Dios parecía estar ausente. Nada servía para remediar los desastres naturales y las malas cosechas, el hambre generalizado, las pestes y pandemias reiteradas, el abandono y despoblamiento de pueblos por falta de peones, la subversión del orden constituido con nobles levantiscos y partidas de bandidos...
Frente a una literatura plagada de danzas de la muerte, se encuentran los escritos que hacen sarcasmo de ritos, creencias y la vida muelle de cuantos gozan de las prebendas religiosas (v.g. Cármina Burana). Son las cortes de vagaudas que, a la vez que cantan a la primavera y al amor, van haciendo befa en tabernas y plazas de ritos y sinecuras ligadas a lo religioso.
En el siguiente siglo, el hombre volvió la mirada hacia sí mismo. En primer lugar y por fuerza, la sociedad debía hacer frente al siniestro legado del pasado. El siglo XV inició una incipiente recuperación demográfica, económica, cultural, etc. que, además, propició el surgimiento de una nueva clase social ciudadana, la burguesía, si no en todas partes, sí en determinadas ciudades importantes de Europa.
Algunos hechos coadyuvaron a pensar de otro modo. Al rebufo de sus príncipes y de grandes pensadores, la sociedad se regenera, piensa de otro modo, atisba nuevos mundos y descubre otros gloriosos del pasado. Los planteamientos políticos de los príncipes, por más que se titularan cristianos y defendieran su fe, ya no son los mismos que antes, se van secularizando y rompen las ligaduras del imperio universal de la fe. Podríamos hablar de un “espíritu mundano” que hemos venido en llamar Renacimiento. Recordemos la diáspora de miles de grandes intelectuales, filósofos, literatos y científicos emigrados a Occidente tras la caída de Constantinopla en 1453. Para mí, ese año marca el quicio entre la Edad Media y el Renacimiento.
Este siglo trajo como consecuencia posterior, inicios del XVI, la quiebra del cristianismo –reforma luterana—y la paganización de la corte vaticana. Dentro de los postulados protestantes, está el admitir sin resistencia el poder de los príncipes y aceptar la progresiva secularización de las instituciones. O, en todo caso, admite todo esto como mal inevitable: las cosas son así y hay que admitirlas. Hasta los mismos papas se convirtieron en príncipes, los obispos en señores feudales y los cardenales en regentes de grandes territorios. Y aparecían ante la sociedad más como tales que como pastores de almas.
¿Y el pueblo? La historia al uso, y lo consignado hasta ahora se refiere a ella, siempre ha sido la que han forjado reyes, príncipes, grandes escritores, científicos, revolucionarios, personajes relevantes, nunca las masas. Las gentes del común parecen no hacer historia. Se dejan llevar. Lo que piense la masa siempre irá al rebufo de los que la guían. Son decenios, a veces siglos, los que transcurren hasta hacer cambiar el pensamiento del pueblo. Caso “ilustrativo”, la Ilustración. Todo para el pueblo, pero sin el pueblo.
Sucede lo mismo con el pensamiento religioso. El cristianismo tardó muchísimos años en suplantar mitos y sobre todo supersticiones paganas, romanas y de pueblos periféricos, sobre todo. Todavía hoy subyacen creencias pre cristianas. Y, al contrario, vano intento el de aquellos que pretendían y pretenden desmontar creencias cristianas, raer credulidades, desnudar supersticiones, aventar milagrerías, prescindir de credos y racionalizar la vida. De esa inmovilidad de las masas se prevalen, por otra parte, las organizaciones que rigen las creencias. Arguyen, con razón, que los pastores de almas alimentan a las masas. Pero sucede, como contraprestación, que las masas sustentan la burocracia de la fe.
Así ha sido desde que Pablo de Tarso comenzó a convencer a comunidades de creyentes de que la nueva religión “salvaba”. Y el Vaticano sigue ahí. Y el obispo Fidel, ufano de pasado tan longevo, me espeta: “Dos mil años lleváis diciendo lo mismo...”. Cierto, le dije, pero también la religión egipcia vivió cuatro mil y ahora nadie reza a Osiris. Siglos vendrán.