En contra o al margen? ¿descristianización o separación? – 7
El deísmo y la masonería.
| Pablo HERAS ALONSO
Merece la pena detenerse en un acontecimiento que hace relación tanto con el status religioso como con el político: la aparición o creación de una sociedad semi secreta que intenta hacer suyas las ideas ilustradas y llevarlas a la práctica copando al mismo tiempo áreas políticas, la masonería.
Por poner mnemotécnicamente una fecha fácilmente recordable, dicen que fue en Londres donde comenzó su andadura en el año 1717. No vamos a entrar en los intríngulis de símbolos, doctrina, ritos, estructura o historia. Importa únicamente lo que hace relación con las creencias tenidas por ilustres o aventajadas, reconocidas y distinguidas, la religión católica y el protestantismo.
La francmasonería nació admitiendo una deidad, un Ser Supremo único. No podían acceder a ella candidatos que se declararan ateos. La verdad que el “sentimiento deísta” estaba en el ambiente del siglo. Voltaire, Lessing o Rousseau eran deístas. El hecho de admitir la existencia de Dios explica que clérigos o frailes ilustrados se inscribieran como miembros de ella, bien que eran religiosos más devotos de clubes y salones que de parroquias y conventos, eso sí, asustados por el ateísmo rampante de los círculos intelectuales.
No discuten la figura de Jesucristo ni entran en disquisiciones sobre él. Se declaran tolerantes con las distintas creencias, pero propugnan una religión natural válida para cualquier creyente y una ética universal fundada en la propia naturaleza humana, aserciones ambas en las que todos pudieran estar de acuerdo, incluso los católicos.
No cayeron en el engaño las autoridades católicas, por supuesto. La masonería fue severamente condenada por Clemente XII (1738), por Benedicto XIV (1751) y por los papas de los siglos XIX y XX, cuando ya la masonería estaba en franco descrédito ante el pueblo, precisamente por el ataque frontal de la jerarquía. Recordemos cómo Galdós, no precisamente afecto con el clero, se burla de sus ritos y de sus miembros en varios momentos de sus Episodios Nacionales, especialmente en El grande Oriente, 1876.
Los estados confesionalmente católicos reaccionaron contra la masonería, más por hacerse eco de los dicterios de la Iglesia que por servirse de grandes pensadores, educadores y economistas miembros de la masonería, como así fue
Una somera lista de masones célebres durante la 1ª República, que duró apenas once meses, nos da idea del poder que llegó a alcanzar: Prim, Salmerón, Castelar, Pi i Margall, Manuel Becerra, Alcalá Galiano, Argüelles, Mariano Benlliure... Pero también tuvo entre sus miembros literatos y científicos ilustres como Espronceda, Larra, Echegaray, Blasco Ibáñez, Juan de la Cierva, Ramón y Cajal, Isaac Peral. Personajes como el rey Amadeo de Saboya, el sacerdote Francisco Calvo, que introdujo la masonería en Costa Rica. Y, por citar algún que otro extranjero, Fleming, Haydn, Mozart, Verdi, Henry Ford, André Citroën, Göthe, Dickens, Kipling; Bolívar, San Martín, Juárez...
En fin, que la lista es infinita, pero significativa del enorme influjo que tales personajes ejercieron en la sociedad. Fue el despotismo ilustrado, primero, el liberalismo después los que parieron finalmente "algo" organizado, la masonería, todos con un decidido impulso en pro de la secularización de la sociedad.
Desde su nacimiento en Gran Bretaña, la masonería dependió o tuvo el control, y si no el control, sí el apoyo, de la monarquía británica. A decir verdad, el apoyo fue mutuo, cosa que no ocurrió con las monarquías católicas (Francia, España, Italia, Austria), donde la masonería laboró contra las mismas.
En las naciones protestantes, en general y por aquello de que la cabeza de la Iglesia Anglicana es el rey o la reina, donde religión y estado forman una simbiosis de mutuo refuerzo, jamás se vio que las corrientes liberales o la masonería atacaran al estado. La religión protestante no sólo no era obstáculo para el liberalismo, sino que ella misma lo propiciaba. Las altas jerarquías de la Iglesia Reformada se sientan en el Parlamento, son respetadas, pero no dejan de ser un elemento ornamental más y no suponen obstáculo alguno a la descristianización y secularización total de la sociedad.