Un sermón del arzobispo Planellas.
| Pablo HERAS ALONSO
Ya lo sabemos, palabra de obispo, palabra de Dios. Si habla un obispo, que ni miente ni puede mentir, todos a apretar labios. ¿O no, discípulos de la cátedra catedralicia?
Pues no. ¡Qué más quisieran! Eso era antes, mucho antes... Hoy todo se pasa por el harnero o tamiz del criterio propio; su palabra cada vez se oye y se escucha menos y, cuando se oye y se escucha (que no siempre es así), se discute. A decir verdad, sus “sermones” suelen ser tan anodinos que ni siquiera merecen el honor de ser destripados.
Eso me ha pasado con lo último que ha dicho Joan Planellas a propósito del Pisuerga que pasa ahora por su diócesis tarraconense, o sea, el manido diálogo con que socavan el necesario acatamiento de las leyes. Con tal vocablo se le puede llenar la boca a cualquier obispo, porque dialogar es de lo más evangélico que uno puede aportar en la instrucción cristiana de los fieles.
Perora sobre la inserción en la sociedad, sobre el diálogo y sus martingalas y, sin embargo y como dicen del tal arzobispo, no ha abierto la boca cuando el otro, el obispo enamorado ha dado la espantada volando de Solsona a Martorell empujado por el espíritu hormonal.
¿Y para qué iba a hablar?, digo yo. Me viene a la mente el caso de un ex cura, muy cercano a mí, al que le dije con sorna que si podía todavía decir misa y consagrar, por aquello de que el sacramento del orden imprime carácter, que es como decir que se es sacerdote para siempre. Soltó la carcajada.
Tal persona, siendo cura y en su momento, “se fue” sin más; opositó a una cátedra; se juntó con una hermosa y simpática mujer bastante más joven que él; tuvo una hija que no volvió a ver más; se casó o se adjuntó a otra, todavía legalmente casada con alguien que a pasos acelerados escapaba de este mundo...
¿Creen Uds. que a este ex cura le queda algún poso del doctrinario de la fe en su proyecto vital? Lo sé porque lo discutí con él: lo aprendido en sus cuatro años de teología y sermonología era humo, papel mojado, doctrina vacía de sentido e incluso de contenido; superestructura con que quieren recubrir la vida sin que en ello haya vida.
¿Cuántos ha habido como él? Pues no menor es el caso de nuestro ínclito Novell. Ha dicho que sólo tiene una vida y en ella lo más importante es el amor (o el empuje de las hormonas). Ante tal embate del amor –por no decir hormonas— reculan los fantasmas de las creencias, de la imposición de manos, del orden sacerdotal que habla de “sacerdos in aeternum”, del carácter que imprime tal sacramento; importa poco la opinión de los que se quedan; da de lado, porque no se enterará de ellos, los anatemas que surjan de las cavernas arzobispales y oficinas anejas. ¡Yo soy feliz! Al menos mientras esto dure, decimos los ya pasados.
En el fondo, estoy seguro de que muchos colegas mirarán con envidia su situación. Seguro que quisieran formar congregación con este nuevo santo del amor hermoso.
Vaya, pensaba contender y destripar lo último que he recolectado del Arz. Planellas y he navegado por los cerros de Úbeda, por las planicies donde hoza un enamorado, aunque haya sido obispo. Me pondré a ello mañana, que hoy tengo el día cansino.