La trifulca de Getsemaní y el trasfondo histórico.

Que los Evangelios no son libros de relatos fiables sino libros sapienciales, apologéticos, para consumo de los creyentes primerizos y en definitiva libros legendarios, es algo que nadie pone en duda. Todos los datos históricos que en ellos aparecen, o son tergiversaciones y falsedades demostradas por la historiografía o descaradamente los ponen al servicio del mensaje que se quiere cursar.

A fuerza de decir y oír “palabra de Dios” los fieles la han considerado como tal, no han dudado de su veracidad, no han cuestionado la realidad de lo que se les lee, no se han dado cuenta de que todo es relato de hombre: todo se ha dado por bueno. “Gracias a Dios” y desde que la Ilustración encendió la llama de la cultura y de la erudición, muchas son las publicaciones que intentan poner las cosas en su sitio. Sirva --uno entre mil-- el libro escrito por alguien que en su primera edad crédula lo fue hasta el tuétano, Bart Ehrman: Jesús no dijo eso.Los errores y falsificaciones de la Biblia. Ed. Ares y Mares, 2007.

En general, en el relato de los Evangelios hay muchas cosas que son “creíbles”, que no chocan contra la capacidad racional de los fieles, que tienen su correlato en narraciones sincrónicas. Sin embargo, llegó un tal Pablo de Tarso y lo trastocó todo. Creó un personaje al que había que supeditar la realidad histórica. Y comenzaron a fabular; y se dieron a inventar; y añadieron fabulaciones que a la postre se demostraron imaginarias; se introdujeron interpolaciones no sólo en los Evangelios sino en otros libros ajenos al cristianismo para que todo fuera concordante y conveniente.

Ahí tenemos una celebración, la Semana Santa, que tiene como fundamento el relato de la pasión y muerte de Jesús y como inicio el prendimiento en Getsemaní. El tinte teológico que enmascara los hechos hace que se dude hasta de los mismos, de si alguna vez sucedió lo que en los Evangelios se dice.

Estando en el Huerto –dice el relato evangélico-- llegaron los soldados con antorchas y teas. Los discípulos dudaron entre resistir o darse a la fuga: tras un breve enfrentamiento, se dieron a la fuga. Esto es lo que dicen los Evangelios. Poco antes daban cuenta los Evangelios del caluroso recibimiento de Jesús al entrar en Jerusalén en la semana de Pascua. ¿Qué hechos reales podría haber en el trasfondo de estos relatos?

Frente a un Jesús, cuyo sino salvador estaba marcado por el Padre –teología paulina— puede aventurarse otra versión que corresponda con más fiabilidad histórica a lo que sucedió por esas fechas en Jerusalén y con el destino que tuvo Jesús. Es bastante más creíble la versión de la crítica moderna.

Jesús, un personaje que destacó en su tiempo como predicador que arrastraba multitudes, había adquirido fama como jefe de un grupo de nacionalistas, zelotes o nazareos o lo que fueren; su propósito era restaurar el Reino de Israel; había entrado en Jerusalén con el decidido propósito de organizar un levantamiento precisamente cuando más concurrida estaba la ciudad. Esperaban que su “intifada” fuera el detonante para una rebelión general contra los romanos.

La figura, como traidor, de Judas podría ser la encarnación de los espías al servicio de las autoridades judías o romanos. Éstas estaban al tanto de tal complot. Conocían la agitación nacionalista que bullía en este pueblo siempre irredento. No olvidemos que había grupos en Israel, como los saduceos, que se habían plegado a las exigencias del invasor, habían hecho suculentos negocios con ellos o se encontraban a gusto con el bienestar aportado por la organización romana, muy por encima de este pueblo de agricultores y pastores que eran los judíos.

El punto de concentración del grupo de Jesús, de su partida de rebeldes, fue Getsemaní, a las afueras de Jerusalén. Llegaron los romanos y los guardias del templo, rodearon a los sediciosos, cogieron prisioneros a unos cuantos –otros huyeron—y tres de ellos terminaron como terminaron, en la cruz. Los apócrifos hablan de un prestamista y un ladrón carterista crucificados con Jesús.

¿En qué se basa esta otra versión? En dos hechos que no parecen tener relevancia en los relatos evangélicos y que se citan como de pasada: uno, las fuerzas represivas romanas y del Templo, otro el uso de armas por parte de los seguidores de Jesús. Podría añadirse un tercero, cual es el apelativo de Jesús como "nazareno", cuando tal ciudad, Nazareth, no existía ni antes ni en tiempo de Jesús. Es más correcto el apelativo de "nazoreo" quizá perteneciente a una secta ultra religiosa o personaje consagrado a Dios. Consúltense las citas al respecto en Hechos, 22.8; 24.5; 24.6 y 26.9. Jesús es el nuevo Sansón --nazareo-- que salvará a Israel (Jueces, 13.5)

Las autoridades romanas, informadas por Judas del lugar donde estaban concentrados, enviaron una cohorte --tres manípulos, cada uno de éstos formado por dos centurias-- bajo el mando de un tribuno; por su parte las autoridades judías colaboraron con la guardia del Sanedrín. En total se podría hablar de unos quinientos o seiscientos soldados romanos y quizá unos doscientos guardias del Templo. ¿Tamaña fuerza armada contra doce personas?

Por otra parte, ¿cómo es que Pedro y algún otro discípulo de Jesús portaban espadas? En el Imperio Romano estaba absolutamente prohibido portar armas a quienes no eran ciudadanos romanos, en aquellos territorios bajo su dominio como era Judea.

Lo que sucedió en Getsemaní no fue una trifulca, fue una pequeña batalla entre fuerzas muy desiguales. Los Evangelios ocultan de la manera que lo hacen la realidad de lo que allí pasó, aunque, como decimos, dejan rastros suficientes para atisbar algo muy distinto. En el Evangelio de los Doce Apóstoles, apócrifo pero muy similar a los canónicos, aparecen datos más que significativos de la relación de Jesús con grupos violentos en las palabras de aquellos que le acusan ante Pilato. “Hemos encontrado a este hombre sublevando al pueblo y prohibiendo pagar tributo al César y diciendo de sí mismo que es Cristo, un Rey”.

La inscripción “Jesús Nazareno rey de los judíos” es bien clara respecto al delito por el que le condenan: un delito que merecía lo que se conocía como “mors agravata”, o sea, crucifixión.
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