Duele tanto, tanto, tanto… que hasta duelen las palabras escuchadas que buscan consuelo. Pero duelen también los silencios que buscan consuelo. Duele todo. Es el dolor de la muerte de un ser querido, es el duelo, es la amputación de una parte de uno mismo en carne viva, que genera un vacío atronador.
No se sabe muy bien lo que hay que hacer, además de soportarlo. Apostamos porque la palabra, si realmente hay alguien que la escucha y se percata, al menos un poco, del contenido que esconde, puede ser humanizadora. Pero quién sabe si es la palabra la que tiene que tomar la voz o si es el aullido el que tiene que ocupar su lugar, el aullido liberador, el que diga sin fonos articulados lo que es indecible: la muerte que ha tenido lugar y la radical novedad del que ha muerto y de sus seres queridos.
Prudencia, prudencia en las palabras del duelista. Porque cualquier intento superficial de consolar puede ser una falta de respeto a la envergadura y hondura del sufrir humano, una reverencia a la muerte, que, por más familiar que a algunos les resulte, es el límite que más humildes y asombrados nos debe dejar.
Confío en que la palabra tiene autoridad para humanizar el duelo, la que narra, la que intenta pobremente consolar.