Son legítimas las palabras persuasivas, cuando son fruto de la responsabilidad de hacerse cargo también de la vida y de la conducta del prójimo. Son debidas cuando constituyen el punto máximo de la confrontación en las relaciones de ayuda, siempre que el otro esté en el error, vaya a hacer algún mal o esté haciéndose o haciendo daño, con los pensamientos, las omisiones o las conductas.
La sabiduría griega bien ponderó la importancia de la persuasión, también en el buen gobierno de la polis. Es igualmente relevante en las relaciones profesionales de ayuda. La palabra no es indiferente. Hiere y hace daño en las relaciones profesionales o se convierte, en el otro extremo, en verdadero fármaco y esencia del consuelo humano, transmisora de la esperanza que refuerza y estimula.
Para los griegos, la persuasión siempre fue acompañada de eros, del poder seductor del uso de la palabra, de su correcta utilización al servicio de la comunicación positiva. Mover los corazones, también se hace con la palabra, la que siendo auténtica y naciendo de la escucha, transmite valores, por qué no, con belleza y atracción.