La muerte de un ser querido no es semejable a ninguna pérdida. Por más que nos empeñemos en usar este lenguaje, no es una pérdida, no es la situación que se produce cuando somos desafiados a buscar el objeto perdido. El muerto está muerto. La muerte de Helen, mujer de Lewis, descrita tan bellamente en “Una pena en observación” y llevada al cine en “Tierras de penumbra”, es relatada como una amputación; como la amputación de una pierna.
Dice Lewis: “Decir de un paciente que se está restableciendo tras una operación de apendicitis es una cosa, y otra muy distinta aplicárselo a alguien a quien han amputado una pierna. En una operación como esta, una de dos: o el muñón herido cicatriza o el paciente muere. Si cicatriza, el atroz y continuado dolor cesará. Ese hombre, en adelante, tendrá que sacar fuerzas de flaqueza para andar lo mejor posible con la pata de palo. Se ha operado “un restablecimiento”. Pero lo más probable es que a lo largo de toda su vida siga teniendo dolores recurrentes en el muñón, y seguramente bastante malos de aguantar. Y siempre será un hombre con una pierna mutilada. Será difícil que pueda olvidarlo ni por un momento. Al bañarse, vestirse, sentarse y volverse a levantar, incluso estar metido en la cama, todo se habrá vuelto distinto. Habrá cambiado su estilo total de vida. Toda clase de placeres y actividades que antaño daba por naturales, de pronto le están vedados in más. Y también los derechos. Ahora estoy aprendiendo a andar con muletas. Dentro de poco puede que me pongan una pierna ortopédica. Pero nunca volveré a ser un bípedo”.
Ha sido el psicoanalista Jean Alouch el que ha propuesto considerar el duelo más como una amputación, que como una pérdida. Y así me parece que nos ayuda a describir con más hondura la experiencia del doliente. Una amputación. Una amputación irreparable que desafía a aprender a vivir de una manera radicalmente nueva, que difícilmente se contiene en la expresión “hacer el trabajo del duelo”.