La acogida exige que uno esté atento incesantemente a la meteorología del corazón del otro Hospitalidad para el corazón
Sentirse acogido en el corazón tiene que ver con esa experiencia de confort emocional que uno hace cuando experimenta que lo más íntimo es también observado, contemplado, no juzgado y entrañablemente cuidado por el que acoge
Cuando Camilo de Lelis tuvo posibilidad de definir criterios de acogida en el hospital del Espíritu Santo de Roma, se produjo una gran novedad. Impuso, contra todo criterio de la época, una hospitalidad muy especial: la acogida se define por la atención prioritaria a las necesidades experimentadas como más urgentes y básicas por parte del enfermo. Para la época, una revolución. Por entonces, la acogida había de empezar por “la limpieza del alma”, aunque el enfermo estuviera sucio y dolorido en el cuerpo.
Era requisito para la aceptación en el hospital confesarse primero. Así dictaban las normas de la casa. Camilo, ese hombre rudo convertido en entrañable como una madre con su único hijo enfermo, con en el corazón en las manos, dio la vuelta al paradigma de acogida, como es propio de quien pone al otro en el centro, no a sí mismo, como es propio de quien concibe la hospitalidad como algo sagrado y justamente por eso, la norma es la persona.
Y es que, acoger es un arte. Uno percibe inmediatamente si hay disposición a la acogida en el otro. Como también percibe si molesta, si tiene que hacer un esfuerzo acelerado por acomodarse a las normas del lugar y de las personas que están allí donde llega. Los mensajes suelen ser percibidos de manera clara: “eres bienvenido” o bien “molestas y te tendrás que amoldar”.
La acogida exige que uno esté atento incesantemente a la meteorología del corazón del otro. La experiencia de sentirse o no acogido está relacionada con diferentes variables y sentidos. Hay una acogida espacial, una acomodación al universo del lenguaje, una acogida en la intimidad del corazón…
El espacio que acoge
Sí, hay espacios pensados para el que llega, no solo para el que ya estaba. Hay personas que piensan, al diseñar los espacios, en quien los va a usar, en sus características especiales, en su estado emocional al llegar, en su desorientación inicial. El paciente que ingresa en un Centro y se encuentra una hermosa fotografía del edificio a donde llega, con la palabra “bienvenida/o” en el techo de la sala de espera, pensada para ser vista desde la camilla en la que ingresa al Centro, es acogido de una manera muy particular. Es el criterio de la empatía el que ha de regir la preparación de los espacios.
Quien hace sesiones de prueba de las anchuras de las puertas, de los giros de los pasillos, la posibilidad de deambular por terrazas, la maniobrabilidad de un servicio y de los diferentes lugares de un centro asistencial, sentándose en una silla de ruedas y verificando si todo funcionaba correctamente, tiene más garantía de preparar el espacio para la acogida. Y, sin duda, las decisiones se toman de manera diferente con esta clave de la hospitalidad pensada en función del protagonista que llegará.
Y no es lo mismo ser recibido en un pasillo donde se entrega información sobre la naturaleza del servicio socio-sanitario al que llega un familiar en situación crítica, que ser recibido en un espacio con algún sofá que inspira simetría en la relación, disposición al diálogo y a la comunicación confortable.
En condiciones pensadas a la medida de la persona hospedada, es más fácil reforzar la confianza en que cualquier síntoma que produzca displacer va a ser atendido, tratado, con el deseo de procurar la mayor calidad de vida, experimentada por la eliminación de los sufrimientos evitables. Y es que la persona aparece ante nosotros como un país extranjero que hay que explorar y descubrir.
El lenguaje que acoge
Si el espacio invita a experimentar que se ha pensado en las necesidades del que llega, la escucha y el lenguaje utilizado muestran si a uno le acomodan o si es uno el que tiene que acomodarse. Un lenguaje comprensible, a la medida del estado emocional en que se está, no especializado o incomprensible por demasiado técnico, es el que transmite acogida. Hay lenguajes que ridiculizan y humillan subrayando la ignorancia del que llega, la inferioridad del que podría, por el contrario, sentir que cada llegada a un lugar nuevo, se convierte en oportunidad de aprendizaje fácil.
Los seres humanos disponemos de dos hermosas antenas parabólicas llamadas orejas (patenas me gusta a mí llamarlas), para disponernos a recibir la experiencia única de quien llega. Así, ser escuchado es sentir una entrañable acogida para el mundo más íntimo y personal, ser comprendido en la especificidad de la propia experiencia, hacer experiencia de la terapia de la solidaridad emocional. No se consigue con la frase hecha, por muy cariñosamente que se pronuncie o estudiada y dibujada de sonrisa que esté. El interés de una persona por otra se percibe por la autenticidad de los modos.
Ya dice la tan antigua sabiduría recogida en el Eclesiastés: “Duro es esto para el hombre con sentimientos, reproches del casero”. Y como menciona la aleya del Corán, ofrecer algo “con rapidez” (sin demora) revela las ganas y la modestia del anfitrión a la hora de servir a su invitado. El diálogo es, en el fondo, el camino más directo para facilitar la liberación en el crecimiento personal
El corazón que acoge
La hospitalidad del corazón tiene que ver directamente con sentirse escuchado, comprendido en el mundo de los sentimientos, visto con el ojo del espíritu. Wilber ha referido tres tipos de ojos para subrayar la importancia del ojo del espíritu. Sí, el ojo de la cara, el que nos permite ver, a no ser los invidentes; el ojo de la mente, el que nos permite entender y expresarnos espontáneamente diciendo “ya lo veo”, para querer decir “ya lo entiendo, ya me hago cargo” y el ojo del espíritu, que nos permite comprender el significado de la interioridad de las personas, la justicia, el modo como una persona ama, la compasión que un ser humano siente. El ojo del espíritu, el ojo del corazón es el más genuinamente humano. Es el que más cualifica la especificidad de la acogida y la hospitalidad.
Y es que, el corazón también tiene heridas que esperan ser vendadas con las vendas de la mirada, con el contacto físico, con la palabra y el tono calibrada adecuadamente, con la proximidad generada por todos los sentidos transformados en terapia eficaz para la enfermedad de la exclusión o del sentirse foráneo en el mundo.
Quien es acogido nunca viene con “las manos vacías”. El que pide posada –de cualquier tipo que sea- nos regala la posibilidad de desarrollar nuestra humanidad. Acoger ayuda a crecer al posadero. Escuchar ayuda a humanizarse al que escucha. Mirar bien sana la vista del que mira. Aliviar al prójimo ennoblece al galeno. Cuidar nos hace humanos. Y esta oportunidad la da el huésped que, con su vulnerabilidad, se hace fuerte ante la aparente fuerza del posadero. Somos todos sanadores heridos que, en el encuentro, tenemos la posibilidad de crecer.