En los peores tiempos de pandemia hasta ahora vividos, si es que estos fueron los de la crisis de la primavera del 2020, cuando el huracán se mostraba con más intensidad, cuando los mayores –sobre todo- se vieron aislados y algunos muriendo sin la proximidad de sus seres queridos, no faltaron profesionales de la salud que, cogiéndoles la mano, oraron, aún sin ser creyentes.
Era la guerra. Por más que las metáforas sean limitadas, y esta también, la situación experimentada era como la de un campo de batalla, donde los heridos más graves morían lejos de sus familiares. Fue entonces cuando, interpelados por la voz más seria y sensata de la conciencia de los profesionales, se expresó en el silencio, dirigida a Dios. Era una oración atea creyente, una oración vicaria, un diálogo íntimo con el Dios compartido porque lo pedía el rigor del sufrimiento y del morir.
La conciencia del ateo gritaba: no se puede morir sin Dios. Y el creyente, no puede callarse ante Dios durante el proceso del morir. Un sacerdocio universal subyace en todo ser humano, llamado a reconocer el mundo del misterio, darle lugar y tratarle, personalmente, como a un habitante de la intimidad más íntima.