En estos tiempos que corren, no prodigamos mucho respeto a la palabra. La maltratamos en los mensajes cortos, la sintetizamos en los titulares consumiendo flujo de información, la afeamos bajo apariencia de tecnicismo en las publicaciones en revistas de medicina y enfermería, la empobrecemos en otras de psicología. Mucho de su poder se fue con la disminución de la importancia dada a la filosofía.
Vivimos bajo el severo riesgo de que la palabra sea vehículo de la no verdad en la época de las fake news o noticias falsas, bulos de contenido pseudo-periodístico difundidos a través de portales y redes.
Para que la palabra dé fruto, no hay que contentarse solo con purificar la motivación de quien la usa, pronunciarla en el momento adecuado, dar con la más oportuna para aliviar, consolar, confrontar… sino también hay que escucharla, acariciarla con respeto. A la palabra hay que acogerla con disposición a dejar que se haga fecunda.
No es mera nostalgia el reclamo que hago de la oratoria en salud. Porque aunque se la puede llevar el viento (tan poco pesa), la palabra también puede quedarse fija y anclada dando luz y entendimiento al sencillo, y siendo veneno para el susceptible o rencoroso. ¡Cuánto daño puede hacer el recuerdo de la palabra! ¡Cuánto bien puede producir su evocación saludable! ¡Cuántas heridas puede curar cuando es fármaco nacido de la fábrica del silencio!