José Carlos Bermejo, Director del Centro San Camilo, sobre la Resiliencia La resiliencia, un canto a la libertad
La resiliencia depende del arte de tender el brazo para pedir ayuda y del arte de procurarla con relaciones significativas para ayudar a subirse sobre la barca que se ha dado la vuelta en la vida de tantas personas.
El sistema inmunitario psico-espiritual
La resiliencia es un canto a la libertad, una forma de negación del determinismo y del pesimismo, un modo esperanzado de situarse ante las crisis, tanto propias como ajenas. Es un “olé a la vida” en medio de las dificultades, un brindis a las posibilidades a veces escondidas en las personas en medio del sufrimiento. Pero, si es mal entendida, hasta podría caer en puro voluntarismo, o incluso en dolorismo.
¡Qué bien que estemos hablando de resiliencia! ¡Qué bien que pensemos en positivo en medio de las crisis! Es posible. Nos está influyendo favorablemente la psicología positiva de Seligman, con sus aplicaciones al mundo de la intervención en salud y en acción social. Nos están ayudando los estudios de Boris Cyrulnik, uno de los máximos expertos en el tema.
Este constructo psicológico nos está ayudando a caer en la cuenta de que los fatalistas, quienes se refugian en la pasividad de “es el destino”, tienen un recorrido corto de posibilidades. Nos invita a promover el optimismo, la esperanza, la libertad, la responsabilidad, en medio de las dificultades.
Admiración realista
Mirar a los huesos que se rompen y que tienen esa capacidad –resiliencia- de crecer correctamente después de haberse producido la fractura, y sentirnos por ello interpelados a trasladar la misma potencialidad de crecimiento al nivel psico-espiritual, es hermoso.
Mirar a los metales, que tienen esa capacidad de resistir los golpes, deformándose y recuperando su estructura, y sentirnos interpelados en las crisis personales, es hermoso.
Considerar a la persona como capaz de preservar la integridad en los momentos difíciles y madurar tras la adversidad, utilizando todos los recursos personales y ambientales de los que cada uno puede disponer, es esperanzador.
Pero no nos equivoquemos. Hablar de resiliencia no es hablar de mero voluntarismo. La resiliencia no depende exclusivamente de la disposición voluntariosa de quien se encuentra en medio del dolor o de la adversidad. No es la simple decisión de no instalarse ni perpetuar el sufrimiento en actitud victimista.
Hablar de resiliencia ha de ser hacer un pacto, ante todo, con la realidad, no negando que el sufrimiento es sufrimiento y la persona es la que es. En una cierta medida, la resiliencia es innata, en cierta medida es aprendida a través de las experiencias vitales en las que hemos aprendido a dar significados a las dificultades, y en cierta medida depende del entorno social, del apoyo que recibimos.
Por eso, quizás convenga ser prudentes y ecuánimes ante el mismo concepto. No puede tratarse de una mera reducción a la mirada positiva ante la crisis, a la actitud ante lo inevitable, al deseo de crecer con ocasión de la adversidad. De hecho, es sabido que los factores potenciadores de resiliencia tienen que ver, ciertamente, con el temperamento y la actitud de la persona, pero también con la significación cultural que le atribuimos a la dificultad, sufrimiento o crisis, así como con el apoyo social con que la persona cuenta. La resiliencia, por tanto, no es una cuestión voluntarista, no responde solo a la disposición en que la persona desea, quiere o consigue ponerse en medio del sufrimiento. Hay un importante influjo del entorno, que nos afecta en el modo como interpretamos la crisis y en el modo como somos acompañados o lo que se conoce como el “tutor” de resiliencia. Y de aquí las posibilidades de relación de ayuda para potenciar la resiliencia.
Así como sería un límite interpretar, por ejemplo, la enfermedad como algo estático ocasionado únicamente por un elemento externo o por causas exclusivamente bioquímicas, olvidándonos de la dimensión antropológica del enfermar y del sanar, con sus implicaciones sociales, sería también un límite considerar la resiliencia únicamente como una característica de la voluntad que algunos son capaces de desplegar en medio de las crisis. Podríamos decir que la resiliencia es como el sistema inmunitario psico-espiritual con el que respondemos en la adversidad.
Resiliencia y destino
Una de las expresiones espontáneas que utilizamos con personas que sufren, como intentando hacer la paz con lo inevitable, es precisamente esta: “es el destino” o bien: “estaba cantado”. Naturalmente, es lo opuesto a la resiliencia. Detrás de estas expresiones hay una especie de conformismo con las cosas tal como son, un fatalismo ante el que no queda más que la actitud pasiva y la resignación. Si algo deja claro Boris Cyrulnik es que no necesariamente un niño maltratado se convertirá en maltratador.
En efecto, hay diferentes caminos para no resignarse a un escepticismo frente a la incertidumbre. Entre otros, el convencimiento de que lo que hacemos, de alguna manera vuelve a nosotros, por lo que el ejercicio de la responsabilidad estará siempre presente en el decurso de los hechos. Asimismo, pensar la resiliencia como categoría para explorar las posibilidades en medio de la adversidad, dispone en actitud confiada en relación a la realidad, así como en disposición de esperanza.
No es, pues, el destino el que nos dibuja nuestra trayectoria vital. Tampoco estamos determinados definitiva y exclusivamente por nuestros genes. La construcción interior y la relación con el entorno pueden propiciar el cambio del decurso de la vida, incluso allí donde todos augurarían nada bueno.
Así, la resiliencia no es absoluta, ni una capacidad que se adquiere o se despliega de una vez para siempre, sino que resulta ser un proceso dinámico y evolutivo, que varía según las circunstancias, las características del trauma, el contexto, la etapa de la vida en que la persona se encuentra, la cultura y el aprendizaje que hemos hecho en ella.
Resiliencia y dolorismo
Entendemos por dolorismo esa tendencia caracterizada por la exaltación del valor del dolor, que tuvo una repercusión social, sobre todo en el periodo entre las dos guerras mundiales, al ser aceptada por un gran número de intelectuales y una amplia variedad de grupos sociales. Se considera al dolor, y sobre todo al dolor físico, un medio de autodescubrimiento, un camino para entender la verdad básica en relación a uno mismo, un medio de purificación y liberación del individuo de las ataduras terrestres que podía hacerle más compasivo hacia los demás y más lúcido hacia uno mismo.
La tendencia dolorista persiste todavía, pero no sólo en el ámbito intelectual, sino que con frecuencia encontramos personas que a nivel espiritual identifican el sufrimiento con virtud y el placer con pecado. Asimismo, quien sufre este síndrome, es capaz de realizar sacrificios en términos de intercambios con Dios de dolores (ofrecimiento), con objeto de conseguir alguna ventaja. Es un intento de convertir en positivo lo que en realidad es negativo.
Pues bien, la resiliencia no es una exaltación o renovación de ninguna forma de dolorismo. No es una conversión en positivo de lo que es negativo, ni es una vacuna contra el sufrimiento, ni un estado adquirido, sino un proceso, un camino que se puede recorrer. Así lo muestra, por ejemplo, la logoterapia, que reclama la potencialidad de dar un sentido y vivir libremente lo que no podemos cambiar.
En buena medida, pues, la resiliencia depende del arte de tender el brazo para pedir ayuda y del arte de procurarla con relaciones significativas para ayudar a subirse sobre la barca que se ha dado la vuelta en la vida de tantas personas.