MÁS ALLÁ DEL A.T.

. Una y otra vez, y con profusión de argumentos sagrados, se nos sigue predicando que “la Biblia –toda la Biblia- es palabra de Dios”. Sobre tan conclusivo razonamiento se nos exhorta y apremia a tomar conciencia de que de todo cuanto de palabras y de ejemplos nos surtan los Libros Sagrados ha de ser respetado y llevado a la práctica por parte de los cristianos, quienes de alguna manera dimos, y damos, por supuesta la sustantiva -esencial- relación de los capítulos, versículos y personajes con la fe y las creencias que configuran nuestra religión cristiana.

La reflexión alrededor de estos hechos se hace perentoria e irrevocable. Son ya muchos a quienes les da la impresión de que es demasiado simple y severa la elucubración propuesta, con sus consecuentes deducciones y repercusiones en la vida práctica y moral, como para que, sin más y “a piés juntillas”, tenga que supeditarse la religiosidad a la plena aceptación y fiel cumplimiento de cuanto se adoctrine en la Biblia.

Damos por supuesto que la primera obligación de adoctrinadores, y adoctrinandos, habrá de ser proporcionar y recibir la formación- información adecuada, que en calidad de adultos pensantes se nos debe. Esta habrá de incluir la aportación de cuantos elementos se crean de utilidad para ello, al margen de rutinas, usos y prácticas datados en tiempos irreversiblemente pretéritos y sin consistencia.

Por ejemplo, tener que seguir tomando al pié de la letra tiempos, episodios y personajes contenidos en la Biblia con la consideración y marchamo de “palabra de Dios”, con rechazo explícito, o implícito, a tantas otras razones suministradas por la ciencia, se opone a la capacidad de pensar que se le supone al cristiano como tal, y más precisamente por serlo, sin poderse conformar solo con lo que los demás le digan, por muy doctos que se intitulen, y aún con la mejor y más salvífica de las intenciones. El más leve intento de arrancar del contexto de lugar y de tiempo en los que sucedieron los hechos bíblicos, se recrearon determinados personajes y se dictaron preceptos y leyes, jamás habrá de ser aprobado y admitido solo por la indefinida autoridad que se les supuso, y supone, a los continuadores de tales normas y procedimientos.

De esta revisión deducen algunos liturgistas la necesidad de revisar los textos del Antiguo Testamento que en las lecturas de la santa misa se siguen aportando, con idéntico tono de voz, solemnidad y convicción adoctrinadora que las del Nuevo Testamento. Resultan incomprensibles, molestas y chocantes la mayoría de las “primeras lecturas” protagonizadas por personajes siempre dispuestos a blandir lanzas y espadas contra los enemigos de Israel, basados en hechos absurdos e injustos. Las lecciones que el “pueblo fiel”, que participa en las misas, recibe y deduce de estas lecturas bíblicas, no pueden ser menos cristianas.

. Los nombres que como cristianos solemos referirnos a Cristo- Jesús en la piedad popular y en tantas ocasiones y manifestaciones de la vida, merecen atenta y serena reflexión. Señor, Mesías Hijo de Dios, Hijo del Hombre, El Verbo, Salvador, Maestro… son tal vez los más frecuentes, y cada uno de ellos muy necesitados de que se profundice en su sentido y contenido, con la seguridad de que así la práctica cristiana resultará más auténtica y comprometida. Si no se conoce suficientemente qué quieren decir estos nombres, ni la propia condición de cristiano tendrá significación plena y real. Sin el mayor y más fruitivo conocimiento posible de los nombres con los que es presentado, conocido y tratado Cristo Jesús, difícilmente se podrá ser y ejercer de cristiano. El nombre imprime carácter y marca y define la vida, para sí y para los otros. Cada uno es, o fue, lo que es y lo que le exige su nombre, dado que “nombre” entraña la idea, y quiere decir, “esencia y virtud”, sobre todo cuando su imposición respondió a motivaciones familiares, populares o religiosas serias, y no a exigencias sociales, frívolas, baladíes o frusleras.

De todas maneras, impresiona la definición que de Cristo Jesús no proporciona San Pablo (Rom. 2,7) al referir que “Él se hizo semejante en todo a sus hermanos los hombres para ser y ejercer ante Dios como un Sumo Sacerdote misericordioso y digno de crédito”. En realidad es lo mínimo –lo máximo- exigible a quienes aspiren, o ya ejerzan, el –o los- ministerios supremos en la Iglesia y en sus aledaños.
Volver arriba