CONFESONARIOS, PUNTO Y APARTE.
Los avances tecnológicos, con profusa mención en este caso para los audio-visuales, les llegan a plantear a la Iglesia no pocos y serios problemas. En tiempos no tan lejanos, las máximas autoridades eclesiásticas se hubieran limitado a condenarlos, previa la anatematización correspondiente de sus inventores y usuarios, sin necesidad alguna de estudiarlos, y sin sospechar que la ciencia es un don de Dios, siempre y cuando se proyecte en beneficio propio y ajeno. Dan la impresión de medievalismos las diatribas pontificias registradas, no ha mucho tiempo, por ejemplo, contra el progreso, el socialismo, la democracia, píldoras, artilugios y sistemas de reproducción asistida, por inmorales y contrarios a la voluntad del Creador. Pío IX, canonizado por más señas, “condenó a quienes afirmasen que el papa debe reconciliarse con el liberalismo, el progreso y la civilización moderna”.
Los tiempos, en función de las ideas y las necesidades que surgen, van cambiando y a algunos “pecados mortales aún contra la naturaleza”, se les concede un trato siempre misericordioso, comprensivo y amable.
La reflexión la centro hoy en los confesonarios y sus aledaños. El sigilo sacramental, tan predicado y urgido, así como la confidencialidad de cuanto rodea la llamada “confesio oralis” o “administración de la penitencia”, corre el riesgo de estar pasando ya “a mejor vida” y haber sido parte más o menos esencial del reencuentro con Dios por la perdonanza administrada por el sacerdote, supuestas siempre las condiciones requeridas del examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de enmienda y reparación del posible daño ocasionado.
El hecho es que hoy no se confiese la gente con la frecuencia con la que antes lo hiciera. La falta de sacerdotes y los progresos en la formación religiosa, aunque en tan reducidas proporciones, que se registran en la actualidad, explica que los confesonarios apenas si sigan siendo “sucursales del reparto sacramental del perdón”, sin que, por otra parte, se aminore el número de los comulgantes en las santas misas.
¿Cuántas personas, antes seguros candidatos a arrodillarse en los confesonarios, no, lo hacen o, al menos, no con la devoción y formalidades exigidas, ante el temor de que los medios técnicos modernos y de uso común, les roben intimidad a sus “pecados” o “apariencias” de pecados? ¿Quién, o quienes, pueden hoy aseverar que lo “privado” dejó ya de serlo aún en la órbita de la conciencia y que cualquier aspirante a novicio en procedimientos tecnológicos está capacitado para instalarlos en recintos tan sagrados y aún de poner a la venta su contenido, o cederlo al mejor postor?
¿No justificaría la desaparición de los confesonarios la sola posibilidad de que debilidades y pecados pudieran difundirse algún día, junto con los comentarios de los/as penitentes, así como de los ministros que en el nombre de Dios salvan o condenan?
¿Es posible que teólogos y moralistas desaconsejen las confesiones en tales recintos, expuestos a que se hagan públicos los temas y las circunstancias, objetos de consejos y hasta del perdón sacramental? ¿Ocurriría algo grave en la Iglesia católica, apostólica y romana, porque se licenciaran los confesonarios y los fieles alcanzaran el perdón y la tranquilidad ad de conciencia sin tener que recurrir a los oficiales intermediarios clericales, sino en comunicación directa con Dios, perdonador de vivos y muertos, que examina las conciencias y contempla y salva de verdad los sinceros arrepentimientos y propósitos de enmienda?
¿Acaso con los ritualismos, las fórmulas, los “grados penitenciarios”, las “penitencias” en oraciones y rezos, los elementos que operan y actúan en el ministerio de la donación del perdón? ¿No es la conciencia, correctamente formada, teniendo rigurosamente en cuenta siempre el bien de la colectividad, el principal elementos en todo proceso de la consecución del perdón por parte de Dios “perdonador por esencia, presencia y potencia”, de las prístinas fórmulas catequísticas?
Así las cosas, lo que ni la teología, ni la pastoral, ni la falta de sacerdotes han conseguido, es hasta posible que el fundado temor a que la tecnología le robe intimidad a la confesión llegue a contribuir efectivamente a la desaparición de los confesonarios, parte de cuya tarea ya estaba asumida científicamente por los ínclito profesionales del ramo de la psicología. Una vez más, “Francisco dixit”, que la “fe no es un espectáculo” y menos, personal, íntimo y privado.
Los tiempos, en función de las ideas y las necesidades que surgen, van cambiando y a algunos “pecados mortales aún contra la naturaleza”, se les concede un trato siempre misericordioso, comprensivo y amable.
La reflexión la centro hoy en los confesonarios y sus aledaños. El sigilo sacramental, tan predicado y urgido, así como la confidencialidad de cuanto rodea la llamada “confesio oralis” o “administración de la penitencia”, corre el riesgo de estar pasando ya “a mejor vida” y haber sido parte más o menos esencial del reencuentro con Dios por la perdonanza administrada por el sacerdote, supuestas siempre las condiciones requeridas del examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de enmienda y reparación del posible daño ocasionado.
El hecho es que hoy no se confiese la gente con la frecuencia con la que antes lo hiciera. La falta de sacerdotes y los progresos en la formación religiosa, aunque en tan reducidas proporciones, que se registran en la actualidad, explica que los confesonarios apenas si sigan siendo “sucursales del reparto sacramental del perdón”, sin que, por otra parte, se aminore el número de los comulgantes en las santas misas.
¿Cuántas personas, antes seguros candidatos a arrodillarse en los confesonarios, no, lo hacen o, al menos, no con la devoción y formalidades exigidas, ante el temor de que los medios técnicos modernos y de uso común, les roben intimidad a sus “pecados” o “apariencias” de pecados? ¿Quién, o quienes, pueden hoy aseverar que lo “privado” dejó ya de serlo aún en la órbita de la conciencia y que cualquier aspirante a novicio en procedimientos tecnológicos está capacitado para instalarlos en recintos tan sagrados y aún de poner a la venta su contenido, o cederlo al mejor postor?
¿No justificaría la desaparición de los confesonarios la sola posibilidad de que debilidades y pecados pudieran difundirse algún día, junto con los comentarios de los/as penitentes, así como de los ministros que en el nombre de Dios salvan o condenan?
¿Es posible que teólogos y moralistas desaconsejen las confesiones en tales recintos, expuestos a que se hagan públicos los temas y las circunstancias, objetos de consejos y hasta del perdón sacramental? ¿Ocurriría algo grave en la Iglesia católica, apostólica y romana, porque se licenciaran los confesonarios y los fieles alcanzaran el perdón y la tranquilidad ad de conciencia sin tener que recurrir a los oficiales intermediarios clericales, sino en comunicación directa con Dios, perdonador de vivos y muertos, que examina las conciencias y contempla y salva de verdad los sinceros arrepentimientos y propósitos de enmienda?
¿Acaso con los ritualismos, las fórmulas, los “grados penitenciarios”, las “penitencias” en oraciones y rezos, los elementos que operan y actúan en el ministerio de la donación del perdón? ¿No es la conciencia, correctamente formada, teniendo rigurosamente en cuenta siempre el bien de la colectividad, el principal elementos en todo proceso de la consecución del perdón por parte de Dios “perdonador por esencia, presencia y potencia”, de las prístinas fórmulas catequísticas?
Así las cosas, lo que ni la teología, ni la pastoral, ni la falta de sacerdotes han conseguido, es hasta posible que el fundado temor a que la tecnología le robe intimidad a la confesión llegue a contribuir efectivamente a la desaparición de los confesonarios, parte de cuya tarea ya estaba asumida científicamente por los ínclito profesionales del ramo de la psicología. Una vez más, “Francisco dixit”, que la “fe no es un espectáculo” y menos, personal, íntimo y privado.