LA IGLESIA DE LOS CLÉRIGOS

Con rotundidad constitucional, establecida, regulada y preceptuada por el Dios de Israel, en la “Torá”, libro sagrado de los judíos, se dogmatiza y profesa que “la mujer es inferior al hombre en todo”. Consecuentemente, intérpretes fieles autorizados y reconocidos como el Rabí Yehudá, urgen recitar diariamente la siguiente oración:”Bendito seas, Señor, porque no me has creado pagano, porque no me hiciste ignorante y ni permitiste que naciera mujer”.

Para los /as devotos/as de esta oración y de cuanto ella significa y entraña política, social y religiosamente, la dedicación misericordiosa y prudente de estas sugerencias, con la insistente advertencia de que sus destinatarios no solamente son judíos y musulmanes, sino que también pueden ser fervorosamente católicos.

. A estas alturas de la vida y de las vivencias cristianas, por la gracia de Dios y de las vivencias cristianas, sería inverosímil y extraña la duda acerca de la virginidad de María, y más aún hacerla pública en comentarios como este. La Virgen fue concebida sin la más leve mancha de pecado original, y tal aseveración se profesa en cristiano como dogma de fe y soberano misterio. Ni los tiempos, ni las convicciones religiosas, por elementales que sean, están hoy para sembrar conjeturas e inseguridades en esta y en otras cuestiones, de reconocido carácter dogmático a lo largo y ancho de la historia teológica de la Iglesia y de la devoción popular. Esto no obstante, es explicable que hasta muy celosos y creyentes devotos aleccionen con ponderación a muchos acerca del peligro existente en la proclamación y exposición de este dogma. Su excelsa y fastuosa magnificación, con las mejores intenciones, puede dar ocasión a la difusión de descréditos o deméritos de la sacrosanta misión de las madres, que tuvieron, tienen y tendrán que seguir siéndolo, precisamente gracias a no haber conservado su virginidad. La inmoderada identificación de la idea virginal con la biología – la naturaleza-, y no con la totalidad del ser personal, pudiera aprestarse a desvariadas interpretaciones que suscitaran en mujeres y en hombres desafectos disparatados hacia la improfanable función y actividad maternales. Toda maternidad, con generalizada extensión a la que de por sí no será virginal, alcanza en la teología y en la catequesis cristianas, posiciones excelsas y bienaventuradas.

. La mujer, por mujer, no es inferior al hombre, y mucho menos en los planteamientos religiosos, con específica mención para el ámbito católico. Hábitos y costumbres rutinarios, sin fundamentos teológicos, enraizados algunos en esperpénticas posiciones de solapados egoísmos machistas, siguen manteniendo discriminada a la mujer dentro de la Iglesia, con vigencia de frases -paganas o cristianas- tales como “el éxito de un hombre depende de su capacidad para eliminar a las mujeres de su existencia”(Beriaj), o “en cuestiones matrimoniales y otros casos, la Iglesia lleva a la mujer a situaciones v verdaderamente inhumanas” (Rahner). Por otros capítulos, pero también por el referido a la mujer, a nadie puede sorprenderle que desgraciadamente la Iglesia no haya reconocido los derechos humanos, siendo el Vaticano uno de los pocos países que, así las cosas, no pueda aspirar a igualarse con las aspiraciones y propósitos de la mayoría del mundo. El desejemplo es ciertamente vergonzoso para propios y extraños.

. Y es que, sintiéndolo mucho, la “Iglesia de los clérigos”, así llamada a la Iglesia oficial, no acaba de entrar todavía en plenitud de derechos y deberes en la sociedad moderna. Está a las afueras. Hasta tiempos recientes, condenándola. En los actuales, y a la vista de la inoperancia de sus censuras, prosiguiendo en su descalificación con imprecaciones y apercibimientos que van más allá de las fronteras terrenales. Infantilismos y monolitismos crecen por doquier en sus cuadros, sin descartar los jerárquicos. Su diálogo con la mujer es escaso. Escasísimo. No es lo que se dice diálogo, al sentirse una de las partes dogmáticamente inhabilitada para, en su caso, aceptar y asumir sus conclusiones. Así enfeudada la Iglesia, sus atributos de “nuestra”, de “santa”, y de “madre” apenas si sirven para coronar un rosario de buenos, pero imposibles, propósitos que rememoran tan solo aspiraciones de su Fundador. Estas perduran, y perdurarán, hasta el fin de los tiempos en la ejemplaridad de su testimonio de vida y en la constancia y claridad de su doctrina, con rechazo para ser interpretada en conformidad con intereses distintos a los no coincidentes con los de la libertad que es lo que de verdad, y con todas sus consecuencias, identifica a los hijos de Dios.
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