Entrevista a Monseñor Casale
La soñolienta víspera que precede la celebración, en el Vaticano, del 7 al 28 de octubre próximo, de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos ha sido rota por la carta abierta que un anciano obispo, Mons. Giuseppe Casale, ha querido dirigir a los padres sinodales exhortándoles a afrontar algunos asuntos urgentes que todavía siguen golpeando las puertas de una Iglesia enrocada en la defensa de su jerarquía y de órdenes que se asientan en anacronismos del pasado.
Se trata, escribe Mons. Casale, de reformas todavía no afrontadas y de citas fallidas con las necesidades espirituales profundas de este tiempo: la pobreza, la colegialidad, el ministerio ordenado, las parroquias, la nueva evangelización, la comunidad de base.
Pero Mons. Casale, arzobispo emérito de Foggia, uno de los pocos exponentes del episcopado italiano firmemente comprometido con la Iglesia conciliar, también llama la atención sobre la necesidad, cada día más urgente, de dar testimonio al pueblo de Dios e, incluso, de un seguimiento radical del Evangelio: “los obispos, juntamente con el Papa, tenemos que empezar a dar ejemplo. Al término del Concilio, muchos obispos pidieron que la Iglesia redescubriera la alegría de la pobreza evangélica. La renuncia al lujo exterior y a los títulos honoríficos, la elección de una vida simple y sin lujo, la asunción de la pobreza de padece tanta gente siguen siendo en la actualidad una meta lejana”.
Sobre los temas de esta carta, publicada hace poco por la editorial la Meridiana con el título “Desgraciado de mí si no anuncio el Evangelio. Reformar la Iglesia. Carta abierta al Sínodo de los Obispos”, hemos hablado con el autor, el obispo Casale.
Valerio Gigante. La colegialidad fue una de las cuestiones más debatidas en el Concilio. Al final de la “Lumen Gentium”, la Constitución en la que se abordaba la función y la organización de la Iglesia, el Papa decidió insertar la célebre “nota explicativa previa” que redujo sustancialmente el alcance de las deliberaciones de la asamblea sobre la colegialidad. Luego vino el Sínodo, que para muchos es una respuesta inadecuada a las demandas que se formularon en la asamblea conciliar. Usted escribe una carta abierta a los participantes en el próximo Sínodo: ¿cree que el Sínodo todavía puede satisfacer la exigencia de una mayor participación del episcopado en el gobierno de la Iglesia?
Mons. G. Casale. La limitación fundamental del Sínodo es su valor exclusivamente consultivo. Sus conclusiones son sometidas a la aprobación del Papa, aprobación que normalmente suele llegar unos cuantos meses después de la conclusión del Sínodo, cuando ya los temas propuestos a su consideración han perdido gran parte de su “urgencia” pastoral.
Gracias también a su composición, el Sínodo, que cuenta con la presencia de personas elegidas por el Papa y de delegados episcopales (representantes de las mayorías de las conferencias episcopales), no siempre recoge las exigencias que realmente vive y formula el Pueblo de Dios. Por eso, más allá de sus buenas intenciones, no proporciona una verdadera fotografía de la auténtica realidad en la que viven las Iglesias locales, de las demandas que proceden de ellas y de sus dificultades pastorales.
Además, la asamblea sinodal acaba siendo una larga maratón oratoria que tiene ocupados a sus delegados durante unos días, desde la mañana hasta la tarde, en complejas discusiones, con intervenciones que se suceden de manera ininterrumpida, en la lengua oficial de la Iglesia, es decir, en latín. Son debates que al final quedan recogidos, de manera deslavazada, en el resumen hecho por la Curia, lo que hace todavía más ineficaces los intentos de sintetizar lo formulado en la asamblea.
Por eso, aunque haya habido tantos Sínodos, generales y continentales, nunca se han visto resultados apreciables. Además, si no es posible una respuesta inmediata a un problema teológico o pastoral urgente, los documentos producidos, que deberían encarnarse en las realidades diocesanas, no pasan de ser, casi siempre, más que papel mojado.
Valerio Gigante. La suya, más que una carta al Sínodo, parecer ser, por los problemas candentes que toca, una carta a la gente…
Mons. G. Casale. Es una carta abierta al Papa, a los participantes en el Sínodo y, sobre todo, al Pueblo de Dios, para despertar entre los creyentes la necesidad y la conciencia de una participación coral en la vida de la Iglesia, por medio de representantes de las comunidades eclesiales locales, comunidades en las que diariamente se viven los problemas que conciernen a los fieles. Por esto, pongo encima de la mesa, ya desde el inicio de mi carta, las cuestiones a las que me parece que hay que dar respuesta en la Iglesia hoy y de manera urgente.
En primer lugar, el tema de la Iglesia pobre, es decir, el problema de cómo renunciar efectivamente al lujo, al boato, a los títulos y a los privilegios por los que se afanan tantos hombres y estructuras de la Iglesia y cómo interrumpir las relaciones, frecuentemente discutibles, con potencias económicas que gravitan alrededor de la Iglesia y que, a veces, logran condicionar su acción y su gobierno.
Después, pido una colegialidad efectiva: el Papa tiene que ejercer su primacía de manera sinodal. No creo que se debilite el primado del Papa por una mayor implicación de las Iglesias locales; más bien, se enriquecería. Sin embargo, en la actualidad el Papa sólo comparte sus decisiones con los miembros de la Curia romana, una Curia integrada por personas frecuentemente excelentes, pero objetivamente lejanas de la concreta realidad en medio de la que viven las comunidades locales, y al margen de sus ansiedades y desconociendo las esperanzas del Pueblo de Dios.
Está después la cuestión de la búsqueda de la “verdad” que la Iglesia ha de pensar con perspectiva histórica y no con aquella en la que, frecuentemente, habla, que es abstracta y metafísica. La verdad para la Iglesia tiene que ser cada día más la de los pueblos sufrientes que esperan de ella respuestas concretas e inmediatas.
En mi carta también pido ordenar de manera diferente las parroquias: pequeñas iglesias “de condominio”, constituidas por grupos de familias, estrechamente vinculadas al territorio en que se encuentran, de manera que puedan ser signos efectivos y eficaces instrumentos de acción pastoral.
Finalmente, pido la urgente reapertura del diálogo con las comunidades eclesiales de base. Me asombran las atenciones que se están teniendo con los seguidores de Lefebvre y el enorme desinterés, cuando no rechazo y desprecio, por quienes tienen un compromiso diario y encarnado en medio de las contradicciones de la Iglesia y de la sociedad, tal y como sucede en las comunidades de base, a pesar de algunas exageraciones y posiciones radicales que han de ser cuidadosamente evaluadas.
Valerio Gigante. Una parte importante de su carta está dedicada a los “viri probati”, es decir, a ordenar como sacerdotes a varones casados…
Mons. G. Casale. Creo que ha llegado el momento de introducir esta novedad en la Iglesia, y también creo que su exigencia se ha visto fuertemente incrementada en los últimos tiempos; pero en la jerarquía persiste el miedo a que los “viri probati” supongan el fin del celibato. ¡No es así!
El celibato es un regalo, un carisma. El de los “viri probati” es, en cambio, una respuesta a las actuales contradicciones de las unidades pastorales, un expediente administrativo para afrontar únicamente la falta de curas, pero que no aseguran una real y asidua atención pastoral de las comunidades, particularmente de las más pequeñas, con sus riquezas y tradiciones. Las comunidades necesitan un guía que no sea un cura de paso, un “viajero abonado” al reparto de los sacramentos, tan ocupado en la atención a un montón de parroquias y almas que sólo alcanza a consagrar o confesar, a celebrar funerales o bodas. Se necesitan personas que procedan del interior de las comunidades, hombres casados, con cierta
autoridad humana y espiritual que les habilite como personas idóneas para asumir la responsabilidad de ser los “ancianos” (presbíteros) de sus compañeros y capaces de incrementar la vitalidad espiritual de sus hermanos y sus hermanas.
Valerio Gigante. Algunos de los temas que hemos tocado me traen a la mente las palabras de la última entrevista del Cardenal Martini sobre la pobreza en la Iglesia y sobre la Iglesia pobre, y también aquellas otras sobre el retraso de 200 años de la Iglesia. Sin embargo, su visión parece más confiada que la del ex arzobispo de Milán…
Mons. G. Casale. He tenido en grandísima estima a Martini. He sintonizado con él en muchas posiciones que ha ido adoptando a lo largo de los años que ha durado su ministerio episcopal. Él ha finalizado su andadura terrenal con mucho sufrimiento y con un poco de pesimismo respecto a la Iglesia. En su libro “Coloquios nocturnos en Jerusalén” dijo haber soñado muchas veces con una Iglesia que “hace su camino en pobreza y humildad”, “que no depende de los poderes de este mundo”, “que da cabida a las personas capaces de pensar de manera más abierta”, “que anima, sobre todo, a los que se sienten pequeños o pecadores”. “Soñé con una Iglesia joven. Hoy no me queda ninguno de esos sueños”, concluyó. Su última entrevista, igualmente, está llena de una amargura que nos tiene que hace pensar profundamente.
Pero yo, a pesar de todo, soy un hombre confiado: creo que el Espíritu irrumpirá en esta nuestra Iglesia y nos enseñará una realidad diferente. Por supuesto, hace falta tiempo. Y tener paciencia. Y es muy probable que en esta espera alguien se vea obligado a pagar por el arrojo y valentía de sus posiciones y propuestas. Le ha sucedido a Martini, les ocurrirá a otros obispos. Es preciso estar dispuestos. Yo lo estoy y busco testimoniar (vendiendo lo poco que tenía y volviendo a vivir en mi primera diócesis, en la de Vallo della Lucania) una Iglesia que redescubre a Jesús pobre entre los pobres y los simples.
Valerio Gigante. A cincuenta años de distancia de su inicio, ¿qué decisiones conciliares le parecen más incumplidas, cuando no, traicionadas?
Mons. G. Casale. La pobreza es, duda de ninguna clase, el aspecto más incumplido. Hoy, más que una Iglesia pobre entre los pobres, vemos diariamente una Iglesia que necesita vestirse en Armani para celebrar pomposamente la liturgia. ¡Estamos volviendo atrás, más que redescubrir la sencillez evangélica!
Si no nos liberamos pronto de la esclavitud del dinero y de hacerle la ola al capitalismo financiero globalizado, el demonio, en lugar de limitarse a difundir su humo, dará zarpazos lacerantes sobre el tejido “apolillado” de esta Iglesia.
Nosotros, los obispos, frecuentemente denunciamos los asaltos que proceden de fuera de la Iglesia, del laicismo y de la secularización. Sin embargo, los auténticos peligros proceden del interior, de una Iglesia que sigue perdiendo la luminosidad y la autenticidad del mensaje evangélico.
Se trata, escribe Mons. Casale, de reformas todavía no afrontadas y de citas fallidas con las necesidades espirituales profundas de este tiempo: la pobreza, la colegialidad, el ministerio ordenado, las parroquias, la nueva evangelización, la comunidad de base.
Pero Mons. Casale, arzobispo emérito de Foggia, uno de los pocos exponentes del episcopado italiano firmemente comprometido con la Iglesia conciliar, también llama la atención sobre la necesidad, cada día más urgente, de dar testimonio al pueblo de Dios e, incluso, de un seguimiento radical del Evangelio: “los obispos, juntamente con el Papa, tenemos que empezar a dar ejemplo. Al término del Concilio, muchos obispos pidieron que la Iglesia redescubriera la alegría de la pobreza evangélica. La renuncia al lujo exterior y a los títulos honoríficos, la elección de una vida simple y sin lujo, la asunción de la pobreza de padece tanta gente siguen siendo en la actualidad una meta lejana”.
Sobre los temas de esta carta, publicada hace poco por la editorial la Meridiana con el título “Desgraciado de mí si no anuncio el Evangelio. Reformar la Iglesia. Carta abierta al Sínodo de los Obispos”, hemos hablado con el autor, el obispo Casale.
Valerio Gigante. La colegialidad fue una de las cuestiones más debatidas en el Concilio. Al final de la “Lumen Gentium”, la Constitución en la que se abordaba la función y la organización de la Iglesia, el Papa decidió insertar la célebre “nota explicativa previa” que redujo sustancialmente el alcance de las deliberaciones de la asamblea sobre la colegialidad. Luego vino el Sínodo, que para muchos es una respuesta inadecuada a las demandas que se formularon en la asamblea conciliar. Usted escribe una carta abierta a los participantes en el próximo Sínodo: ¿cree que el Sínodo todavía puede satisfacer la exigencia de una mayor participación del episcopado en el gobierno de la Iglesia?
Mons. G. Casale. La limitación fundamental del Sínodo es su valor exclusivamente consultivo. Sus conclusiones son sometidas a la aprobación del Papa, aprobación que normalmente suele llegar unos cuantos meses después de la conclusión del Sínodo, cuando ya los temas propuestos a su consideración han perdido gran parte de su “urgencia” pastoral.
Gracias también a su composición, el Sínodo, que cuenta con la presencia de personas elegidas por el Papa y de delegados episcopales (representantes de las mayorías de las conferencias episcopales), no siempre recoge las exigencias que realmente vive y formula el Pueblo de Dios. Por eso, más allá de sus buenas intenciones, no proporciona una verdadera fotografía de la auténtica realidad en la que viven las Iglesias locales, de las demandas que proceden de ellas y de sus dificultades pastorales.
Además, la asamblea sinodal acaba siendo una larga maratón oratoria que tiene ocupados a sus delegados durante unos días, desde la mañana hasta la tarde, en complejas discusiones, con intervenciones que se suceden de manera ininterrumpida, en la lengua oficial de la Iglesia, es decir, en latín. Son debates que al final quedan recogidos, de manera deslavazada, en el resumen hecho por la Curia, lo que hace todavía más ineficaces los intentos de sintetizar lo formulado en la asamblea.
Por eso, aunque haya habido tantos Sínodos, generales y continentales, nunca se han visto resultados apreciables. Además, si no es posible una respuesta inmediata a un problema teológico o pastoral urgente, los documentos producidos, que deberían encarnarse en las realidades diocesanas, no pasan de ser, casi siempre, más que papel mojado.
Valerio Gigante. La suya, más que una carta al Sínodo, parecer ser, por los problemas candentes que toca, una carta a la gente…
Mons. G. Casale. Es una carta abierta al Papa, a los participantes en el Sínodo y, sobre todo, al Pueblo de Dios, para despertar entre los creyentes la necesidad y la conciencia de una participación coral en la vida de la Iglesia, por medio de representantes de las comunidades eclesiales locales, comunidades en las que diariamente se viven los problemas que conciernen a los fieles. Por esto, pongo encima de la mesa, ya desde el inicio de mi carta, las cuestiones a las que me parece que hay que dar respuesta en la Iglesia hoy y de manera urgente.
En primer lugar, el tema de la Iglesia pobre, es decir, el problema de cómo renunciar efectivamente al lujo, al boato, a los títulos y a los privilegios por los que se afanan tantos hombres y estructuras de la Iglesia y cómo interrumpir las relaciones, frecuentemente discutibles, con potencias económicas que gravitan alrededor de la Iglesia y que, a veces, logran condicionar su acción y su gobierno.
Después, pido una colegialidad efectiva: el Papa tiene que ejercer su primacía de manera sinodal. No creo que se debilite el primado del Papa por una mayor implicación de las Iglesias locales; más bien, se enriquecería. Sin embargo, en la actualidad el Papa sólo comparte sus decisiones con los miembros de la Curia romana, una Curia integrada por personas frecuentemente excelentes, pero objetivamente lejanas de la concreta realidad en medio de la que viven las comunidades locales, y al margen de sus ansiedades y desconociendo las esperanzas del Pueblo de Dios.
Está después la cuestión de la búsqueda de la “verdad” que la Iglesia ha de pensar con perspectiva histórica y no con aquella en la que, frecuentemente, habla, que es abstracta y metafísica. La verdad para la Iglesia tiene que ser cada día más la de los pueblos sufrientes que esperan de ella respuestas concretas e inmediatas.
En mi carta también pido ordenar de manera diferente las parroquias: pequeñas iglesias “de condominio”, constituidas por grupos de familias, estrechamente vinculadas al territorio en que se encuentran, de manera que puedan ser signos efectivos y eficaces instrumentos de acción pastoral.
Finalmente, pido la urgente reapertura del diálogo con las comunidades eclesiales de base. Me asombran las atenciones que se están teniendo con los seguidores de Lefebvre y el enorme desinterés, cuando no rechazo y desprecio, por quienes tienen un compromiso diario y encarnado en medio de las contradicciones de la Iglesia y de la sociedad, tal y como sucede en las comunidades de base, a pesar de algunas exageraciones y posiciones radicales que han de ser cuidadosamente evaluadas.
Valerio Gigante. Una parte importante de su carta está dedicada a los “viri probati”, es decir, a ordenar como sacerdotes a varones casados…
Mons. G. Casale. Creo que ha llegado el momento de introducir esta novedad en la Iglesia, y también creo que su exigencia se ha visto fuertemente incrementada en los últimos tiempos; pero en la jerarquía persiste el miedo a que los “viri probati” supongan el fin del celibato. ¡No es así!
El celibato es un regalo, un carisma. El de los “viri probati” es, en cambio, una respuesta a las actuales contradicciones de las unidades pastorales, un expediente administrativo para afrontar únicamente la falta de curas, pero que no aseguran una real y asidua atención pastoral de las comunidades, particularmente de las más pequeñas, con sus riquezas y tradiciones. Las comunidades necesitan un guía que no sea un cura de paso, un “viajero abonado” al reparto de los sacramentos, tan ocupado en la atención a un montón de parroquias y almas que sólo alcanza a consagrar o confesar, a celebrar funerales o bodas. Se necesitan personas que procedan del interior de las comunidades, hombres casados, con cierta
autoridad humana y espiritual que les habilite como personas idóneas para asumir la responsabilidad de ser los “ancianos” (presbíteros) de sus compañeros y capaces de incrementar la vitalidad espiritual de sus hermanos y sus hermanas.
Valerio Gigante. Algunos de los temas que hemos tocado me traen a la mente las palabras de la última entrevista del Cardenal Martini sobre la pobreza en la Iglesia y sobre la Iglesia pobre, y también aquellas otras sobre el retraso de 200 años de la Iglesia. Sin embargo, su visión parece más confiada que la del ex arzobispo de Milán…
Mons. G. Casale. He tenido en grandísima estima a Martini. He sintonizado con él en muchas posiciones que ha ido adoptando a lo largo de los años que ha durado su ministerio episcopal. Él ha finalizado su andadura terrenal con mucho sufrimiento y con un poco de pesimismo respecto a la Iglesia. En su libro “Coloquios nocturnos en Jerusalén” dijo haber soñado muchas veces con una Iglesia que “hace su camino en pobreza y humildad”, “que no depende de los poderes de este mundo”, “que da cabida a las personas capaces de pensar de manera más abierta”, “que anima, sobre todo, a los que se sienten pequeños o pecadores”. “Soñé con una Iglesia joven. Hoy no me queda ninguno de esos sueños”, concluyó. Su última entrevista, igualmente, está llena de una amargura que nos tiene que hace pensar profundamente.
Pero yo, a pesar de todo, soy un hombre confiado: creo que el Espíritu irrumpirá en esta nuestra Iglesia y nos enseñará una realidad diferente. Por supuesto, hace falta tiempo. Y tener paciencia. Y es muy probable que en esta espera alguien se vea obligado a pagar por el arrojo y valentía de sus posiciones y propuestas. Le ha sucedido a Martini, les ocurrirá a otros obispos. Es preciso estar dispuestos. Yo lo estoy y busco testimoniar (vendiendo lo poco que tenía y volviendo a vivir en mi primera diócesis, en la de Vallo della Lucania) una Iglesia que redescubre a Jesús pobre entre los pobres y los simples.
Valerio Gigante. A cincuenta años de distancia de su inicio, ¿qué decisiones conciliares le parecen más incumplidas, cuando no, traicionadas?
Mons. G. Casale. La pobreza es, duda de ninguna clase, el aspecto más incumplido. Hoy, más que una Iglesia pobre entre los pobres, vemos diariamente una Iglesia que necesita vestirse en Armani para celebrar pomposamente la liturgia. ¡Estamos volviendo atrás, más que redescubrir la sencillez evangélica!
Si no nos liberamos pronto de la esclavitud del dinero y de hacerle la ola al capitalismo financiero globalizado, el demonio, en lugar de limitarse a difundir su humo, dará zarpazos lacerantes sobre el tejido “apolillado” de esta Iglesia.
Nosotros, los obispos, frecuentemente denunciamos los asaltos que proceden de fuera de la Iglesia, del laicismo y de la secularización. Sin embargo, los auténticos peligros proceden del interior, de una Iglesia que sigue perdiendo la luminosidad y la autenticidad del mensaje evangélico.