El suicidio consentido

Pasito a pasito, se va extendiendo por el mundo la idea de que el enfermo terminal tiene el derecho a pedir que acaben con su vida, algo que están aceptando las leyes de los países. Al día de hoy ya hay siete naciones que lo permiten y se está debatiendo el tema en Nueva Zelanda, Quebec, Australia y la misma Inglaterra. La mayoría solo admite la ayuda a pacientes terminales.

El próximo mes se votará en Massachusetts, si se autoriza a que un paciente con menos de seis meses de vida prevista, puede solicitar a un médico que acabe con su vida y todos los pronósticos es que se aprobará la moción. Para ver lo deprisa que avanzan estas leyes, no hay más que comparar las posiciones actuales con la sentencia en 1999 contra el doctor Kevorkian, al que le cayeron muchos años de cárcel, por haber adoptado estas medidas.

Son los grupos religiosos y algunas asociaciones de médicos los únicos que levantan las voces en contra. Los primeros, porque creen que la vida es un regalo de Dios y de él depende, mientras que los segundos consideran que es una práctica que va contra los juramentos hipocráticos que hicieron en su día. Otras objeciones provienen de las personas que consideran que es un coladero, que puede acabar con la vida de numerosas personas, presionadas para pedir la asistencia por sus familiares o cuidadores y que incluso puede enmascarar meros asesinatos. El artículo del Economist, que es “pro”, argumenta, que hay muchos individuos que no profesan religión alguna y da como ejemplo de buen hacer Suiza, donde autorizado desde 1942 sólo se dan unos 300 casos anuales, lo que supone el 0,5 de las muertes.

Me da miedo ver que Suiza, Holanda y Bélgica, han ampliado el espectro a que puedan solicitar la muerte todas las personas que tengan una gran pena psicológica, como los depresivos. ¡Qué presión para un enfermo que sabe es una carga de tiempo y dinero, para sus familiares o incluso para el estado!

Hace unos años una amiga norteamericana me comentó que su padre, muy mayor, vivía en una residencia de ancianos que estaba muy lejos de su casa. La última vez que le fue a ver, le había dejado una pastilla en su mesilla para “que la utilizara en el momento en el que ya no quisiera seguir viviendo”. Nos quedamos helados mi marido y yo y nunca nos hemos atrevido a preguntar lo que pasó, pero tengo la impresión de que avanza el suicidio consentido como un tsunami. Reconozco que hay casos en que lo comprendo y dejo en las manos de Dios el juicio, pero en general la idea no me gusta, porque veo que la mayoría de las personas se agarran a la vida y me parece que estas medidas que parece que nacen para favorecer, constriñen la libertad del enfermo.
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