Colmena urbana, lejano vecindario

Lo sabe todo el mundo. Las colmenas urbanas nos unen bajo el mismo tejado a cientos y cientos de vecinos con un trato muy reducido para tan apretada proximidad. Yo vivo y duermo en una de esas colmenas desde hace cuatro decenios. Doscientas veinte viviendas y tres portales. No faltan nunca algunas familias inmigrantes. Conoces muchas caras, algunos apellidos familiares, menos nombres de los miembros de esas familias. Nos saludamos al cruzarnos en el portal o en el ascensor. Hablamos del tiempo o de Osasuna, si el conocimiento mutuo no da para más. Algunos han llegado a la vecindad recientemente. En general, las relaciones son escasas. Y no porque uno no cuente con excelentes vecinos. Lo son. Si tengo algún problema de menaje y llamo a su puerta, acuden amistosamente. Lo mismo yo si son ellos quienes llaman a la mía. Pero la vida actual, con la omnipresente televisión y todas o la mayoría de las necesidades materiales resueltas, nos mete a cada uno en nuestra casa.

Nada que ver con las relaciones francas y constantes en nuestros pueblos de antaño. También hoy se resienten estos pueblos, y hasta las más pequeñas aldeas, de la soledad y el aislamiento de sus habitantes. Por cierto, para los creyentes la Misa del fin de semana es, en algún caso, la única ocasión de encuentro vecinal.

No me detengo más. Ahí va ese poema dirigido, desde las limitaciones señaladas, a mis numerosos vecinos de portal.

HOY OS VOY A DECIR


A mis vecinos de la Plaza de los Castaños, 5 de Barañáin


Hoy os voy a decir que ese vecino grave
que os dice “buenos días, “buenas tardes”,
(si es en el ascensor, divaga sobre el tiempo),
hoy os voy a decir que si sonríe
y dice una palabra cariñosa a los niños
o sale distraído con un verso invisible
rondándole la frente
y apenas si repara en vuestros pasos,
o lo veis cavilando mientras roe
su buzón del correo,
hoy os voy a decir que tras de la cortina
o el velo respetuoso de tantas convenciones
os sigue, os reconoce, recuerda algunos nombres y apellidos,
vio crecer vuestros hijos, alguna vez
os estrechó la mano
u os dijo una palabra temblorosa, o rota,
cuando la muerte os asaltó la casa.
Si vuelve a su silencio, a su saludo escaso
o si en el ascensor duda o pronuncia
palabras de relleno,
aquí os jura que a sus ojos nunca
fuisteis indiferentes y que ve en vosotros
la cara cotidiana de una extensa familia.


Y porque ya su historia se hace larga en el tiempo,
quiere dejar bien claro y por escrito
que está en su corazón mucho más cerca
de todos sus vecinos que las pocas palabras
que siempre pronunció, tan cerca,
como el calor atento o distraído
con que lleva a vosotros su mirada.


Ay, mis viejos vecinos de decenios,
o los recién llegados, que dormís
bajo el mismo tejado que nos cubre:
sabed
que tenéis mi respeto acumulado,
y sabed,
aunque el falso pudor no nos deje decirlo,
que sois míos y os quiero.


(Barañáin, julio de 2009)
(De Apasionado adiós, Madrid, Vitruvio, 2013).
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