Himno a la Iglesia


Mi himno a la Iglesia no va a ser en verso, sino en prosa pura, simple y por derecho. ¿A quién cantar? Canto a la Madre Iglesia que me engendró a la fe, al conocimiento y al amor de Dios. A la que me enseñó a rezar. A la que me leyó, me contó y explicó el evangelio de Jesús. ¿Acaso fue el papa “reinante” de mi niñez? No. Todo mi respeto a Pío XII. ¿Fue el obispo que me confirmó cuando tenía cinco años? Tampoco. Después supe que se llamaba Marcelino Olaechea. Sólo recuerdo de él su inmensa capa morada y algo del espiritual revuelo que se armó en el pueblo y en la parroquia con su visita. Todo mi respeto para él.

Mi fe no me vino del Papa, ni de los cardenales romanos, ni de los patriarcas, arzobispos y obispos. En pura ortodoxia, fue un regalo de Dios. Pero ¿quiénes fueron los mediadores? Ninguno de los respetabilísimos señores, monseñores, excelentísimos, eminentísimos que se tocan con mitra, se apoyan en báculos, algunos muy historiados, y se visten entre el lila y la púrpura. O con ornamentos bordados en oro litúrgico. ¿Lo afirmo como desdoro para estos altos representantes de la Jerarquía? Ni mucho menos.

Pero quiero asentar, hasta donde pueda, algo, por otra parte, elemental. Que para mí la Iglesia fueron, en primer lugar, mis padres y mi familia. No eran unos santos para los altares. Nadie ha pensado ni pensará jamás en canonizarlos. Pero su fe me mostraba a Dios. A veces con palabras. Mucho más sin ellas. Iba a la iglesia porque ellos iban. Rezaba en casa porque ellos rezaban. Aprendía de ellos las virtudes que se suponían básicas en un cristiano.

Para mí la Iglesia fueron aquellas monjitas de mi infancia. Dios tenga bien alta en la gloria –no hace falta que sea la de Bernini- a aquella bendita sor Pilar que me enseñó a leer a los tres años por la vía rápida del juego. Dios tenga con Él a sus compañeras, a los maestros que vinieron después.

Y cómo no, para mí la Iglesia fueron aquellos curas de mi parroquia que eran buenos. Que creaban en las celebraciones parroquiales una atmósfera de fe y de misterio. Que hablaban de Jesús, perdóneseme la ingenuidad, como quienes lo conocieran de toda la vida. Que no eran ni peseteros, ni torpemente autoritarios, ni pederastas, ni nada que tenga que ver con el mal. Que se acercaban con toda naturalidad y simpatía a los pobres. ¿Tenían algún defecto? Seguro. Más de uno. Pero predominaban en ellos la sinceridad y la bondad. En los coadjutores, más noveles, la simpatía que los acercaba a los niños y a los jóvenes.

Para mí la Iglesia fue tanta gente buena de mi vecindario y de mi parroquia. Y fueron los profesores y superiores que se dedicaban a nosotros sin pensar en retribución alguna, con el mayor grado de desinterés. Hablo en este caso de quienes nos educaban y enseñaban en el Seminario y Universidad de Comillas. Aquellos jesuitas que trabajaban con nosotros por la sotana y el fajín, la mesa frugal y la cama... Los mismos a los que se les veía a veces con la escoba y el recogedor haciendo la limpieza de su cuarto. ¿Eran perfectos? Seguro que no. Nosotros tampoco lo éramos...

Mucha gente buena. Mucha Iglesia sin mitras ni altos títulos de honor y jerarquía.

Mucha gente llana, sinceramente creyente y “practicante” de la fe, que ha acompañado después mi fe de sacerdote.

Por eso, algo se revuelve dentro de uno cuando lee u oye hablar de "Iglesia" atribuyendo la expresión en exclusiva a los altos cuadros de la administración eclesiástica, olvidando esta otra Iglesia extensa, innumerable, de los bautizados. Entre ellos –descuidos, abandonos y alejamientos aparte- hay una multitud de “piedras vivas” de ese templo, o de “miembros” del Cuerpo total de Cristo.

¿Tengo algo contra esos altos cuadros a los que me he referido? No. Seguro que ellos, que son una “inmensa minoría” y se saben llamados a ser ministros, o sea servidores como Jesús, creen de lleno en esta Iglesia total. ¿Quién soy yo para hacer reproches? Pobre de mí, ruego constantemente por ellos. Y por todos los bautizados, “miembros de Cristo, sacerdote, profeta y rey”. Como estoy seguro de que, sin conocerme de nada, millones de creyentes ruegan cada día por mí.
Volver arriba