Huir del rincón que nos hace pequeños
Con alguna osadía ofrezco aquí un poema de “no viaje”. Un periplo interior, con el recuerdo de unos cuantos viajes reales, un desinhibido ejercicio de libertad y algunas gotas de humor. Todo bajo el asombro soterrado ante las innumerables maravillas del ancho mundo.
VIAJE
Este verano,
por razones ajenas al mar, el viento, los caminos,
no viajé a ningún país lejano. Pero
con estos cuatro versos me fui hasta el fin del mundo.
Visité tierras, mares, islas
me crucé rostros con todos los colores
del humano arco iris.
Vi en el soñado Egipto
la multitud viajera, en vilo sosteniendo
con su mirada tensa y oscilante,
la pirámide de Keops invertida.
Más hacia el sur, un parque natural
de fieras libres con humanos ojos
saludaban con garras, cuernos, dientes
a los civilizados visitantes.
Pisé Atenas justamente el día
de la resurrección de las estatuas.
Las vi ascender por las laderas de la Acrópolis
con encendidas teas, entonando
el himno roto, universal, a la belleza.
En Pisa vi la torre enderezada
y rectos ya los cuellos
de los turistas, antes dislocados.
El Taj Mahal tiene aún el cuerpo de oro,
pero al lado otra cúpula
sin muros ni columnas se sostiene en el aire.
La Selva Negra es blanca. Junto a la Casa Blanca
hay un ciego que es manco
y cuenta con los dedos de los pies maletines de dólares.
Cuando llego a Manhattan hallo averiados
todos los ascensores;
allí andan en la noche los ilusos
pidiéndoles prestadas alas a la lechuzas.
En Roma, o Munich, Praga, Londres, Budapest, ya no recuerdo dónde,
hay un célebre museo de pintura
en que los personajes de los cuadros envejecen de tedio,
discuten entre sí,
matan en conversación las horas muertas.
Y tan desoladora es la soledad de los retratos únicos,
que, si a ellos te acercas, te dan los buenos días,
te preguntan la hora o te hablan del mal tiempo.
A un concierto asistí, no sé la sala,
en que los instrumentos de viento
obraban del revés
y hacían sonar al hombre o a la mujer que los tocaba;
puedo dar fe: era asombroso el caos.
¿Arribar a las islas? Muchas
navegaban perdidas por el Mediterráneo
tratando de avistar el humo en los tejados
de la imposible Ítaca.
Descubrí que los chinos, japoneses, etcétera,
tienen los ojos rasgados
para ver bien, al menos, la mitad de las cosas.
En la India
el Nirvana no existe;
yo vi a un turista yanki llevárselo,
atolondrado, en la mochila.
Mi paso por París no deja historia.
La torre Eiffel tenía día en off y estaba de paseo.
El Sena era de nubes, Notre Dame
se peinaba arbotantes sin espejo.
No pude ver los templos de Bangkok;
cerca del aeropuerto tuve que elegir
y decidí quedarme a ver a aquellos niños
que jugando amasaban la dicha con el barro.
En Guayaquil olía a café y azúcar
y en Split traía la marea
un vasto hedor, le pese a Diocleciano,
de cloaca doméstica.
Menos mal que Dubrovnik
posaba tras la guerra perfecto para un cuadro
en que los siglos oponían
un vivo enroque en piedra dentellada
a los brazos azules del Adriático.
Este verano no viajé, sólo monté un crucero
en torno de mí mismo
tocando largas costas, visitando
maravillas lejanas, inventando ciudades,
chapurreando todos los idiomas del mundo.
Hubo un lugar, yo sé muy bien que existe,
en que todos los hombres llevaban la cabeza en la mano
y la alzaban joviales para despedirme
a modo de visera, de pañuelo entrañable.
Este verano, por razones
que del caso no son,
yo he hecho un viaje muy largo e imposible
de resumir. Y ya no sé muy bien
si el juego o el dudoso
humor me han extraviado
o he llegado derecho hasta mí mismo.
(Septiembre de 2008)
(De Apasionado adiós, Madrid, 2013).