Normandía: Poema en paz contra la guerra

Los días de atrás, al cumplirse los setenta años, se recordaba en los medios de comunicación la historia heroica y terrible del desembarco aliado de Normandía que precipitó el final de la Segunda Guerra Mundial, la más grande, horrorosa y destructiva “que han visto los siglos”.

El poema que publico nació en un viaje por aquellas tierras. Todo eran allí recuerdos de las batallas de la Segunda Guerra Mundial, del famoso, infernal desembarco el 6 de junio de 1944. Allí quedan aún los restos de los espigones o pontones varados en la cercanía de la costa, las alambradas, los cráteres del bombardeo, los cañones apuntando a una historia terrible. Y relativamente cercana.

Y allí estaba el cementerio americano con sus casi diez mil muertos. El recuerdo amoroso había convertido la destrucción y la muerte en un jardín de cruces blancas geométricamente alineadas sobre el césped. Ondeaba un vuelo de banderas y gaviotas y un fondo sonoro de música y campanas. La pequeña capilla situada en el centro acogía la oración ecuménica de algún visitante. (A pocos kilómetros de distancia morían de silencio las tumbas de otra multitud de contendientes alemanes). La historia hablaba de 200.000 asaltantes aliados caídos y 240.000 alemanes. Casi nadie hablaba de los 70.000 civiles franceses de la región abatidos. Ni de la ciudad de Caen arrasada…

Aun en el éxito de la paz final, se alza como un monstruo de horror la sinrazón de la guerra. Mi poema, en la sosegada belleza del cementerio americano, quiere ser un dolor de la memoria erguida, un vuelo levantado hacia la paz.

OMAHA BEACH



En el Cementerio Americano de "Omaha Beach",
Colleville-sur-Mer (Normandía), descansan 9.386 soldados,
caídos en el desembarco de 1944, cerca de una muchedumbre de aliados y enemigos, ya todos amigados en la memoria y en la sinrazón de la muerte.


Voláis, gemís, maestras del olvido,
gaviotas ignorantes entre el mar y la muerte.
Esparcís vuestra paz y vuestras voces agrias
sobre esta siembra prieta de silencios.
Nunca en tan poca tierra germinó tanta muerte,
ni sumó tanto frío un invierno de huesos.

Luego les suavizaron de llanura y de césped
las escarpas erectas, la explosión de la sangre.
Luego llegó el temblor, el susurro piadoso
de los callados labios, de los ojos abiertos.
Luego fue el desaliento de los pasos dolidos.
Y ahora llueve en sus frentes
este cielo enjoyado de campanas e himnos
que velan, acongojan
el mentido esplendor del mediodía.

Gemid, graznad, blancas gaviotas,
ciegas para el horror, su ocultada presencia.
Acariciad las tumbas con la sombra
de vuestras alas remadoras o inmóviles.

¿Cómo se pudo hacer
tan ordenada plantación de cruces,
tan medida blancura sobre el frío del mármol,
un verdor tan amable de domados jardines?
¿Quién supo resolver
tan fiera confusión y caos tanto
en tan exacto trazo de caminos?

Chirriad, llorad, gaviotas en el cielo.
Tarde llegó el silencio
a la tierra y el mar.
Tarde el amanecer tras el furioso vino
que derribó entre espumas de desbocada noche
a los que se embriagaron de la misma muerte.


Bien sabe Dios que nunca,
nunca os quisimos héroes, sino vivos,
copas de juventud y fragante futuro.
Y bien sabe también
que nunca habrá ya gloria
hasta que vuelen todos los laureles
a los brazos que maten a la guerra.

Gemid, gaviotas blancas, que ignoráis a la muerte,
altas sobre el cañón, la alambrada y el cráter,
blandas sobre los ojos de los muertos que duermen.
Trenzad los cuerpos blancos en el cielo.
Sed más puras que el aire de campanas y música.
Vuele vuestra ignorancia más alta que la muerte.


(Julio de 1996)

(Obra poética, p. 486).
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