Un grito a quien nos oye
¿HASTA CUÁNDO, SEÑOR? (II)
(Salmo 13)
¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome?
¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro?
¿Por qué te vas a tu alta lejanía?
Huyes y no te importa que mi cielo se apague
ni que mi noche sea del color de la muerte...
¿Por qué, si me convierte tanta aflicción en monstruo,
dejas crecer de lástima los ojos que me miran?
Atiende y respóndeme, Señor, Dios mío;
da luz a mis ojos
para que no me duerma en la muerte,
ni en el dolor, ni en la vergüenza de mí mismo.
Pon aliento en mi pecho, pon voz en mi garganta.
Ponme
todo tu corazón sobre mi herida.
Dame el inmenso amor que hace un mar de tu pecho,
tu abrazo conmovido en el que sienta
el consuelo suavísimo de tu llanto de Padre.
Porque yo confío en tu misericordia.
Confío en ti, Señor, mientras me muero
de hambre de ti, desnudo a tu intemperie,
calado de tu noche y de tu ausencia.
Alegra mi corazón con tu auxilio.
Ven, Señor, a mi vida. Álzame aquí tu casa.
Abre todas las puertas. Pon tu mesa.
Ilumíname dentro
tu paternal, espléndida primavera de luces.
Ven, Señor. Día y noche,
triste o alegre, moribundo
o abrazado a tu vida,
me quedaré contigo, en ti.
Tú eres mi luz, mi aliento,
tú mi Padre y mi casa.
(“Salmos de ayer y hoy”, p. 55-56,
Obra poética, p. 300).