La soledad, la buena soledad, es un lujo. Hay muchas gentes que apenas parecen conocerla. Me refiero a “la soledad sonora”. Nadie puede presumir, pero,
si te toca con su dedo, eres, siquiera momentáneamente, un elegido. Son tantas las urgencias, tantas las necesidades y los sufrimientos de los hermanos, que habrá que saber también salir al fragor, al ruido de la vida. En la soledad sonora no hay ruido. Allí está Él, que todo en el aire lo armoniza. El Amado se esconde tras su altura invisible. Hablan por Él y de Él las criaturas, “... y déjame muriendo /
un no sé qué que quedan balbuciendo”. Maravilloso tartamudeo, gutural y confuso. Dolida verdad para la impaciencia amante. “
Descubre tu presencia / y máteme tu vista y tu hermosura. / Mira que la dolencia / de amor que no se cura / sino con la presencia y la figura” (Juan de la Cruz). Cuánta la soledad en tanta compañía.
CUÁNTA LA SOLEDAD
Cuánta la soledad y cuánto el aire,
qué densidad sus telas de silencio.
¿Qué es este juego extraño
en el que entero, enajenado
me lanzo a ti y de nuevo
caigo sobre mí mismo?
Tú me lo ofreces todo, tu presencia inasible,
y yo pongo el vacío.
Cuánta mi soledad y cuánto
tu amor que la abandona y la sostiene.
Se hace en torno la noche, tal
si el amor no existiera;
pero cuánta la calma que a los olvidados
los torna en elegidos.
Duele no oír la voz, no ver nunca aquel rostro
en que estallan los rayos de la ausencia.
Duele extender los brazos,
dirigir las manos, alargar los dedos
a lo que nunca tocan.
Duele la soledad,
me duelo yo, me dueles Tú, Dios mío,
de tanto Tú, de tanto amarte
a solas.
(De Apasionado adiós, Madrid, Vitruvio, 2013).