Cuando nadie llamaba a Pedro el galileo Su Santidad

Cuando nadie llamaba a Pedro el galileo Su Santidad, ni a los demás discípulos de Jesús Eminentísimos Señores, ni al encargado territorial de una comunidad naciente le apodaban Monseñor...

Cuando los sucesores de los pescadores ya no se acercaban al lago, ni remendaban las redes, ni pisaban descalzos la arena de la orilla... Cuando aún no existían palabras como cardenal o arzobispo...

Cuando la Iglesia aún carecía de ejércitos y no echaba sangrientos pulsos en el campo de batalla al poder del Emperador o a las huestes de las pequeñas o grandes potencias europeas... Cuando el sucesor de Pedro aún no había dado en coronarse con una tiara o corona triple, símbolo de poderes humanos y divinos...

Cuando la Iglesia no había perdido aún los Estados Pontificios porque nunca había tenido Estados... Cuando aún no enviaba nuncios o embajadores por el mundo entero, ni ocupaba un puesto de Estado soberano en las Naciones Unidas...

Cuando los genios de las artes aún no ponían su talento al servicio de los palacios apostólicos, ni de las grandes catedrales, ni hasta de las más humildes iglesias de aldea...

Cuando la palabra de Dios se proclamaba en la montaña, a la orilla del mar, en los campos y en los caminos... Cuando aún se proclamaba en las casas o se susurraba en las catacumbas...

Cuando el paso de los siglos no había recargado, complicado, enriquecido, abrumado, a la Iglesia... Cuando no la había estimulado, mancillado, martirizado y ensangrentado; cuando no la había mimado, corrompido, levantado a los poderes y las glorias humanas, purificado en la llama y el ejemplo de los grandes santos, severamente amonestado por medio de los nuevos profetas...

Cuando la Iglesia era la Iglesia pobre, incipiente y humana de Jesucristo... Cuando la Iglesia de hoy es la misma Iglesia nacida de Jesús, empujada por el vendaval del Espíritu, hermosa y fea, fuerte y débil, valiente y cobarde, generosa y ruin, santa y pecadora, humana, muy humana, con veinte siglos a la espalda, albardada de historia...

(J. M. Elogio de la ingenuidad, Madrid, Nueva Utopía, 2007, p 65-66).

P.D. Amamos mucho a Cristo y a la Iglesia, pero no nos va la infantil beatería. Nos gustaría tanto una Iglesia “adelgazada” en su aparato organizativo... Nos haría tan felices una Iglesia en que todos los bautizados en Cristo, Sacerdote, Profeta y rey, tuvieran la posibilidad práctica de participar como adultos en la marcha del Pueblo de Dios... Nos gustaría que se aprovecharan los escasos cauces de participación en los servicios eclesiales, que se ampliaran estos cauces para que las grandes decisiones no las tomaran unos pocos, para que los procedimientos fueran, en lo posible, diáfanos y abiertos, para que se evitara toda ostentación externa, toda confusión entre servicio y poder, para que se cerraran todos los caminos a quienes aspiran a una “carriera” de honores en la Iglesia de Jesús, el Galileo, y de su discípulo, el pescador Pedro. Cualquier tonto sabe que no es lo mismo la vida y la organización de un grupito de unas decenas de personas que la de una comunidad de más de 1.200 millones. Pero el espíritu y los principios estaban bien claros en aquella humilde Comunidad. Y en los santos que hoy, afortunadamente, siguen existiendo.

Sancte Petre, ora pro nobis.
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