"Y un libro –metonimia de la educación– se les revelaba una maravilla donde descubrir los secretos del universo, la única puerta a una vida que ni empezaron a soñar" Libros y humildad
| José Carlos Rubio
FUE un reportaje de una televisión francesa. Una periodista y sus compañeros habían ido a hacer una crónica de cómo se desarrollaba la vida en uno de los territorios controlados por los talibanes antes de la caída de Kabul en 2021. La puesta en escena era como esas fotos de dictaduras comunistas o de cualquier otro tipo en las que no solo los líderes sonríen, sino que la sociedad entera parece vivir en un gozo infinito. Los afganos eran mucho más sobrios, por fortuna, pero sabían muy bien qué deseaban ver los occidentales, y mostraban su mejor cara, procurando derribar los tópicos de maltrato a la mujer por los que se hicieron famosos.
Una de las entrevistas de ese programa era a un prohombre del lugar: un individuo respetado, una suerte de sabio de aldea. A pesar de sus años, tenía hijos pequeños; entre ellos, una niña. Las imágenes lo mostraban yendo a uno de los pocos comercios (un carromato o furgoneta abierta por un lado) a comprarle a su hija una libreta y un bolígrafo que necesitaba para el colegio. Cuando ya iba a pagarle al tendero, el padre le preguntó a la criatura: “¿Quieres algo más?”. Y la niña, con una sonrisa abarcadora, mirándolo, le respondió: “¡Un libro!”. Y a mí, en ese momento, se me encogió el corazón.
También se me encogía cuando mi abuela materna, Joaquina Torres Alegre, que cumplió 14 primaveras dos meses antes del estallido de la Guerra Civil española, y que dejó la escuela ese año o alguno previo, echaba la vista atrás, a cómo podría haberse desarrollado su vida de tener acceso a más formación: “Yo hubiera valido para estudiar”, afirmaba. Esa era su única arma para hacerse de valer en un mundo que la dejó al margen, como a la niña de Afganistán. Ese era su único vínculo con cierto orgullo de sí misma: no un título universitario, ni una formación profesional, ni siquiera el graduado básico. No. Tan solo que alguien importante del pueblo les ratificara a sus padres que su hija valía para estudiar.
Y se me encoge esta tarde el corazón mientras leo la hagiografía, escrita por Ignace Beaufays, de san Pascual Baylón, y su tesón y esfuerzo por aprender a leer y escribir, con trozos de papel conseguidos aquí y allá para confeccionarse un cuaderno, utilizando una caña a modo de pluma, y aprendiendo de forma cuasi autodidacta las letras del alfabeto. Mandado de niño al monte a cuidar ovejas y cabras, y al poco solo a las primeras, pues los cabritillos se le revelaban y pastaban a su antojo, fue dócil hasta para no ser ni monje, sino hermano lego.
Para estas tres personitas, humildes, y condenadas a una existencia ajena al “gran” saber, eran otros tiempos… Y un libro –metonimia de la educación– se les revelaba una maravilla donde descubrir los secretos del universo, la única puerta a una vida que ni empezaron a soñar.
Observo a la niña afgana, y veo en ella a mi abuela; pienso en el santo aragonés, y las veo a ambas, centurias más tarde. El malestar sigue siendo el mismo, y se llama injusticia. Cómo desearía hacer retroceder el calendario, y darle a beber a mi abuela de mis propias manos. Pascual llegó adonde más alto puede un hombre. Y con respecto a la niña afgana, cuánto dolor, cuánta impotencia, cuánta miseria…