"Somos ahora los de siempre. Pocos, claro. A lo mejor antes parecíamos más, pero las apariencias engañan". Nunca ha creído nadie
| José Carlos Rubio
A VECES he sentido una intuición extraña; bueno, más que eso, una intuición casi enfermiza con respecto a la fe y a quienes dicen tenerla.
Cada cual evoluciona a un ritmo, nadie es una lumbrera por ciencia infusa, y destellos de una realidad desasosegante surgen en hombres y mujeres en momentos diversos de sus vidas. Quiero decir: a mi intuición –que no viene de ahora– habrán llegado por mil vericuetos cientos de lectores hace décadas, y sin duda algún sociólogo estará en condiciones de esgrimir una encuesta, una estadística, plantármelas en la cara y soltarme: “Déjate de intuiciones; tu afirmación está probada”. Vale, pues, ¡fuera previos! La intuición se halla en el orden de las brujas, de los ovnis o de las abducciones: Equilicuá: La gente nunca ha creído (úsese el verbo intransitivamente).
Eso es. Los creyentes de una fe mayoritaria somos pocos, contradictorios, tantas veces peleados, con largas noches oscuras, zarandeados, inconstantes, dubitativos, temerosos…, en breve: pecadores. Y quien esté libre…, pues eso. ¡Y en ese retrato cabemos los creyentes! A saber los que no lo son... Nos flagelamos con las iglesias que se desacralizan, con la pérdida del legado intelectual y artístico cristiano en las jóvenes generaciones, nos aturde el porcentaje del escaso número de españoles que asegura tener fe (hasta un 16 % suena alto), nos estremece el cierre de monasterios y de conventos por falta de vocaciones, y se alza en nuestra imaginación el ensueño de una fe extendida, y de una comunidad con valores, que conocemos… solo de películas.
Si uno es una persona religiosa, creyente y comprometida, y antepone su fe a cualquier otra cosa, el mundo –la mundanidad, por si alguien necesita aclaración– va a clasificarlo como perteneciente a una “secta”, y, por lo tanto, lo situará fuera del pacto silencioso de quienes otorgan los placet del Sistema. Eso nos sucede a los católicos. Ahora la sociedad no está imbuida de cosmovisiones eclesiales, y ni siquiera de cristianas, sino más bien de anticlericales. Siendo así, ¿cómo no van a desaparecer las vocaciones al monacato o al sacerdocio? Antes había más, claro: salíamos de ahí, de una sociedad más rural y cuyo centro social era la iglesia. Ahora bien, tal hecho no implica que la gente creyera más. Una prueba tangencial de ello estaría –si fuesen ciertas– en las cifras de víctimas de sacerdotes abusadores de niños en Francia. ¿Tantos miles los delincuentes?, ¿tantos cientos de miles las víctimas? Alguien con vocación espiritual –también los laicos, desde luego– debe luchar a sangre y fuego contra la tentación de la carne, salirse de sacerdote si lo es, o hacerse ortodoxo o protestante y buscar mujer. Mayor cruz es que, en el caso de los presuntos abusos del país vecino, al pecado sexual se sumaría el delito penal de la violación. ¿Creyentes esos curas? ¡Ja! Sin rigor, sin (auto)disciplina, sin alejamiento de lo mundano, sin autocontrol, sin voluntad comunitaria, sin apoyos mutuos, no hay creyente que valga.
Somos ahora los de siempre. Pocos, claro. A lo mejor antes parecíamos más, pero las apariencias engañan. Así que, paz y buenos alimentos, ya que no hay sitio alguno adonde volver. Y cada día iremos a peor. En mis oídos retumban las palabras de Jesús puestas por Lucas en sus labios: “Cuando el Hijo del Hombre vuelva, ¿hallará fe en la tierra?” (Lc 18:8).