"Muchos sacerdotes secularizados se han sentido maltratados" Como una madrastra malévola
"El sacerdote ‘dispensado’ no es ‘desterrado’ como antes"
"Al contrario, se pide que ‘sea acogido por la comunidad eclesial en la que reside, para proseguir su camino, fiel a los deberes de la vocación bautismal’, pudiendo, incluso, desempeñar diferentes funciones al servicio de la comunidad cristiana"
La semana pasada, RD se hacía eco de una esperada noticia. Por fin -¡ya era hora!-, la Iglesia oficial reaccionaba ante una muy prolongada situación de trato vejatorio y ofensivo (antievangélico) para quienes habían tenido el coraje de intentar recomponer sus vidas. Sí, aunque muchos no lo hayan querido entender, recomponer sus vidas.
Un reciente rescripto de secularización (no una norma general nueva) deja entrever cambios importantes en el talante con el que ahora esta Iglesia parece querer posicionarse ante esta situación. En efecto, el sacerdote ‘dispensado’ no es ‘desterrado’ como antes. Al contrario, se pide que ‘sea acogido por la comunidad eclesial en la que reside, para proseguir su camino, fiel a los deberes de la vocación bautismal’, pudiendo, incluso, desempeñar diferentes funciones al servicio de la comunidad cristiana.
A decir verdad, el fenómeno en cuestión significó una verdadera huida en desbandada. Nadie (ni siquiera la Curia romana y los obispos) se atrevió con las necesarias preguntas. Mucho menos, con el tenor de las seguras respuestas. El miedo les bloqueó su espíritu. Hubo miedo a las causas, miedo a los nuevos tiempos, miedo a verse retratados y señalados como responsables, miedo a ‘lo accidental’ con descuido de lo que era ‘substancial’, miedo a la ‘revitalización’ que había impulsado el buen papa Juan, miedo al futuro y al cambio necesario. Lo cierto es que, como en tantas otras ocasiones, se dejaron dominar por la tormenta, temieron perecer (todavía se siguen padeciendo sus efectos) y, para derivar la propia responsabilidad hacía otros, sólo se les ocurrió lo de casi siempre: ponerse a la defensiva, señalar y condenar a estos sacerdotes (víctimas, en muchos casos, de las circunstancias institucionales) e intentar restaurar el pasado. El fracaso absoluto cosechado no hizo otra cosa que alargar el problema. ¡Y, en esas hemos estado hasta ahora mismo!
Lo que sí practicaron, con auténtica saña y a todos los niveles eclesiales, es aquello en lo que siempre han sido maestros consumados: la condena y el desprecio (supremacía clerical). Aquellos sacerdotes fueron tildados de ‘traidores’, sambenito evangélico que se les colgó de por vida. Como tales, fueron reprobados sin piedad, se les aplicó el ‘borrado de la memoria’, se les dejó a su suerte y a la buena de Dios, se les persiguió cuando tuvieron ocasión, se les hizo, oportuna e inoportunamente, la vida imposible. No crean que se trató de una circunstancia temporal. Todavía siguen, por desgracia, practicando el mismo contra testimonio. ¡Qué soberbia y nula humanidad, madre mía! ¡Siguen sin aprender ni entender el Evangelio!
Por contradictorio que pueda parecer, la ruindad del comportamiento eclesial se ha verificado, con carácter general, en el desamparo económico que dejaron a quienes le habían servido durante un tiempo determinado. Muchos sacerdotes se vieron literalmente en la calle. Tan injusta, miserable y raquítica medida -solo entendible desde la inmoral venganza- se puso en práctica en contra de la propia orientación del Vaticano II (PO n. 20) y del c. 195 del CIC vigente. Se prefirió el sacrificio a la misericordia (Oseas 6, 6; Mt 9, 13 y 12, 7).
Como ha subrayado J.M. Castillo, Jesús afirma que “Dios quiere que los seres humanos tengamos entrañas de bondad y misericordia con los demás, aunque sea gente mala e incluso cuando la práctica de la bondad lleve consigo la violación de una ley religiosa (…) Pero no se trata sólo de esto. Lo que dice Jesús es mucho más fuerte (…) O sea, lo que Jesús viene a decir es que, si hay que elegir entre la ‘ética’ y el ‘culto’ (entre la ‘justicia’ y la ‘religión’), lo primero es la ética, la honradez, la defensa de la justicia y los derechos de las personas”. Está clarísimo. La Iglesia institucional (los obispos) marginó, como tantas veces, el Evangelio.
Pero, si de algo, muchos de los sacerdotes secularizados se han sentido molestos y maltratados, ha sido de la frivolidad y simpleza con que los demás (sobre todo en el interior de la propia comunidad cristiana) se han permitido juzgarlos y condenarlos. Lo han hecho desde el desconocimiento más absoluto. Y, desde semejante ignorancia, no es posible juzgar y condenar a nadie. Y, sin embargo, se ha hecho entre los llamados seguidores de Jesús (obispos, clero y laicos). Hay que ver, como nos recuerda el papa Francisco, “la ligereza con la que juzgamos a las personas, lo fácil que es no tener el respeto de decir: ‘¿Qué tendrá en su corazón?’. Y agregó: “Cuando falta piedad en el corazón, siempre se piensa mal, se juzga mal, tal vez para justificarnos a nosotros mismos” (Homilia 12.01.2016).
¡Tal vez! Pero, en cualquier caso, se ha de recordar a tanto inquisidor existente en la actualidad (todos sabemos quiénes son y dónde habitan), un texto evangélico, que parecen desconocer o, al menos, olvidar:
“No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados (…) Porque con la medida, con que midáis, se os medirá” (Lc. 6, 37 y 38). Sí, esta regla sirve también para los obispos, para los inquisidores (sacerdotes y laicos) de hoy día.. Con la medida (severa e injusta) que han utilizado para los demás, se les medirá. Sin duda alguna.
En definitiva, como dice el refranero español, “en la pecado lleva su penitencia”. El grave pecado cometido, por toda la Iglesia, consistió en no querer aceptar una realidad, que interpelaba a todos, que no surgió de modo espontáneo ni por la maldad de quienes pensaron poder servir a los demás en el sacerdocio. No quisieron verlo ni preguntarse qué había pasado. No le pusieron, por tanto, remedio alguno. No se atrevieron con los ya entonces necesarios cambios y todo, en este campo, ha seguido de mal en peor. La penitencia la tienen delante en este momento: una Iglesia sin sacerdotes y con los seminarios vacíos. Pero, ¿qué han hecho?
¿Se atreverá la Iglesia, por fin, a cambiar en el futuro, con todas las consecuencias, ‘el estilo de vida sacerdotal’? ¿Se atreverá a modificar su habitual comportamiento de madrastra malévola por el de madre amorosa? Confiemos.