"Después de 464 años, los jesuitas de la Comunidad del Colegio de Montesión de Palma abandonan Mallorca" ¿Las nubes lloran su partida?
"Los jesuitas, como es obvio, no pudieron traer la Modernidad a Mallorca. Ojalá hubiese estado en sus manos"
"La marginación del Evangelio y la Contrarreforma: una religión conservadora de restauración"
"La revolución de la modernidad y alguna de sus notas distintivas: superioridad de la razón, la Ilustración, la secularización, la idea de felicidad y progreso, el abrazo a la democracia y la oposición a los movimientos de restauración del pasado"
"La expresión formal, aunque tardía, de esta resistencia de la Iglesia al proceso secularizador la hallamos en la reflexión de uno de los papas más intelectuales del s. XX: Pablo VI"
"La Iglesia no supo aprovechar la oportunidad que le brindó la secularización para centrarse en 'dar a Dios lo que es Dios'"
"Los grandes movimientos sociales surgidos en aquella época, que tanto han tenido que ver en la conformación de la civilización occidental actual, aparecieron inevitablemente y se desarrollaron sin la presencia activa, sin protagonismo alguno y hasta con la oposición de la Iglesia"
"Visto cuanto antecede, es explicable que se haya llegado a la actual situación. Las consecuencias, con el andar del tiempo, han sido inevitables y muy dolorosas. Los jesuitas, como es obvio, no pudieron traer la Modernidad a Mallorca. Ojalá hubiese estado en sus manos"
Después de cuatrocientos sesenta y cuatro años, los jesuitas de la Comunidad del Colegio de Montesión de Palma abandonan Mallorca. De inmediato, brota un interrogante inquietante: ¿cómo ha sido posible, cómo la Compañía de Jesús ha llegado a semejante situación? La respuesta, en mi opinión, hay que ponerla en relación con la propia Iglesia, a quien han servido fielmente desde San Ignacio de Loyola. Es la propia Iglesia católica quien ha caído o propiciado una situación interna, definible como una gran crisis de gobierno y de vida, de carácter sistémico, con consecuencias en todos sus ámbitos.
A mi entender, tal estado de cosas en la Iglesia ha tenido, entre otras causas, mucho que ver con un fenómeno que viene desde muy lejos: la marginación del Evangelio. Puede parecer paradójico, pero en la Iglesia, como subrayó José María Castillo (El Evangelio marginado, Desclée 2019), “se marginan, se deforman o se quita importancia a temas, relatos, propuestas y exigencias de Jesús, ‘que no interesan’ o -lo que es más preocupante- ‘que estorban a las conveniencias’ de quienes, desde cargos de poder, privilegio y fama, ejercen una potestad intocable y ‘sagrada’, que no se puede mantener sino marginando del Evangelio lo que les impide y dificulta ostentar su poder, su influencia social, su dignidad y sus privilegios en todo aquello que, disfrazado de evangelización, es en realidad un eficaz ejercicio de poder al servicio de intereses inconfesables”. Resuenan aquí los ecos de Dostoyevski en el Gran Inquisidor: “Por qué has venido a estorbarnos”.
Asimismo se ha de recordar que, desde la Reforma, como es bien sabido, los líderes vaticanos no supieron reconocer los signos de los tiempos y modificar el rumbo para seguir en la vida las exigencias del Evangelio. Se pusieron, por el contrario, a la defensiva, detrás de la muralla, sospechando y desconfiando de cuanto se movía. Con semejante actitud, propiciaron, en definitiva, la ruptura de la misma Iglesia: la Contrarreforma (Concilio de Trento). Actitud que “constituía claramente una religión conservadora de restauración” (Hans Küng) y que, por desgracia, ha perdurado hasta nuestros días. “Desde el concilio de Trento, dejó escrito el citado gran teólogo suizo (La Iglesia católica, Círculo de lectores, 2002), “la Iglesia se fue encerrando progresivamente en el ‘bastión’ católico romano, desde el cual, en los siglos posteriores, atacó usando las mismas viejas armas de las condenas, la prohibición de libros, las excomuniones y las inhabilitaciones a los cada vez más numerosos ‘enemigos de la Iglesia, que aparecían en tropel”. Actitud que, por desgracia, seguiría activa durante el proceso definitorio de la Modernidad e incluso en estos tiempos en numerosas mentes que dicen seguir el Evangelio.
La revolución de la Modernidad, verdadero cambio de paradigma, fue una auténtica revolución intelectual. Se atribuye a Bacón este aforismo: “el conocimiento es poder”. La ciencia pasaría a ser la primera gran fuerza en el futuro. Se proclamó y se vivió en la nueva sociedad a partir de la superioridad de la razón, que sustituyó a la autoridad papal. Baste mencionar los nombres de Galileo, Descartes, Kant, Pascal, Spinoza, Leibniz, Locke, Newton, Huygens y Boyle, entre otros (Para un entendimiento exhaustivo de la Modernidad, cfr. la indispensable aportación de Hans Küng, El cristianismo. Esencia e historia, Trotta, 2013 y ¿Tiene salvación la Iglesia? Trotta, 2013). La reacción de la Iglesia ante esta realidad incontenible se centró en una incomprensible aversión a la ciencia, que fue arruinando su credibilidad.
Este novedoso ambiente de madurez del espíritu humano se completó con la llamada revolución cultural de la Ilustración. La fe del ser humano dejó, en gran parte, de apoyarse en la religión y sus representantes oficiales (valores tradicionales, autoridad y disciplina, Iglesia, jerarquía y doctrina dogmática) para centrarse en la omnipotencia de la razón. Se impuso un proceso de secularización y emancipación respecto de la religión y sus dirigentes. Se consideró al hombre como dueño y señor de su vida y su destino. Surgió así, al menos para un número creciente de personas, el segundo gran valor de la Modernidad: la idea de ‘felicidad’ y progreso. La reacción de la Iglesia frente al mismo fue también de total y absoluta aversión al progreso moderno.
Quizás la expresión formal, aunque tardía, de esta resistencia al proceso secularizador la hallemos en la reflexión de uno de los papas más intelectuales del s. XX: Pablo VI. En un Discurso, del 18 de marzo de 1971, calificó al movimiento secularizador “como un enemigo mortal del cristianismo, lo que una conciencia cristiana no puede aceptar sin negarse a sí misma” (El texto completo de Pablo VI y su análisis en https://www.religiondigital.org/libertad_en_todo-_gregorio_delgado/secularizacion- iglesia-crisis-sociedad_7_2621507827.html). Tan severo juicio pasó a ser una especie de mantra al que se echa mano, como excusa que explicaría la situación real de la Iglesia, ya en claro fuera de juego.
A este respecto, hago mío el acertado diagnóstico de Hannah Arendt, que dice así: “…la secularización como hecho histórico tangible no significa más que separación de Iglesia y Estado, de religión y política, y esto, desde un punto de vista religioso, implica una vuelta a la primitiva actitud cristiana de ‘Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’ en vez de una pérdida de fe y trascendencia o un nuevo y enfático interés en las cosas de este mundo” (La condición humana, Paidós, 9ª impresión, Barcelona 2022, pág. 282. Cfr. https://www.religiondigital.org/libertad_en_todo- _gregorio_delgado/secularizacion-excusa-inaceptable-iglesia-crisis_7_2616108364.html).
La Iglesia no supo estar atenta en aquel momento a los signos de los tiempos. Prefirió seguir abrazada a un pasado que ya no existía o se iba resquebrajándose, con los riesgos inherentes para su integridad. En consecuencia, se posicionó totalmente a la defensiva a ultranza. Emprendió una verdadera cruzada antimodernista con manifestaciones y exigencias incomprensibles, que han llegado hasta tiempos muy recientes. Los grandes movimientos sociales surgidos en aquella época, que tanto han tenido que ver en la conformación de la civilización occidental actual, aparecieron inevitablemente y se desarrollaron sin la presencia activa, sin protagonismo alguno y hasta con la oposición de la Iglesia. Ésta dejó de generar cultura. Una verdadera pena. El mundo moderno, por supuesto, prosiguió en su caminar emancipador de la religión (autonomía).
La Iglesia, de hecho, se permitió el lujo de despreciar una oportunidad única, propiciada por el mundo moderno, para centrarse en lo que debía ser su función primordial: ‘Lo de Dios’ (Mc 12, 17). Esto es, en orientar su vida a fin de dar un testimonio creíble para el mundo. Se olvidó de imitar en la propia vida las múltiples actuaciones de humanización del maestro judío, como método eficaz de evangelizar ese mundo en vez de condenarlo. Se olvidó, probablemente todavía siga con dudas serias al respecto, de aceptar que el creyente y seguidor de Jesús, como mayor de edad que era y es, debía convertirse también en el verdadero protagonista de su vida espiritual. ‘Lo del César, devolvedlo al César’ (Mc 12, 17).
En este misma línea de no entender los signos de los tiempos, la Iglesia se permitió, por ejemplo, el lujo de expresarse en términos de aversión a la democracia: La gran revolución política del momento. Tan esencial posicionamiento, alejado del camino hacia la Declaración de los Derechos humanos (‘la despreciable filosofía de los derechos humanos’, que condenó el papa Pío IV), marcó definitivamente el desprestigio de la Iglesia. Ésta, para más inri, abrazó con entusiasmo la idea a favor de la Restauración. Camino que, no obstante el Concilio Vaticano II, intentaron Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Visto cuanto antecede, es explicable que se haya llegado a la actual situación. Las consecuencias, con el andar del tiempo, han sido inevitables y muy dolorosas. Los jesuitas, como es obvio, no pudieron traer la Modernidad a Mallorca. Ojalá hubiese estado en sus manos. Desde este perspectiva, las nubes, pues, no lloran su partida.
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